Los dirigentes de Arabia Saudí están muy molestos, y no lo quieren ocultar. El pasado viernes optaron por dar un segundo plantón en la ONU en tan sólo dos semanas. Si a principios de octubre la noticia fue que el ministro de Asuntos Exteriores canceló su discurso ante la Asamblea General sin dar ninguna explicación, el día 18 la sorpresa fue mayúscula cuando el gobierno saudí anunció que renunciaba al asiento en el Consejo de Seguridad que había conseguido el día anterior. Tanto el rey Abdalá como sus colaboradores más cercanos deben acumular mucha frustración. Si no, resulta difícil explicar que tomaran una decisión tan drástica y que no tiene precedentes en la historia de la organización internacional, incluso cuando existe un elevado riesgo de que ese gesto se vuelva en contra de sus propios intereses.
Arabia Saudí fue un miembro fundador de la ONU, pero a lo largo de más de seis décadas no había mostrado interés en ocupar un asiento en el Consejo de Seguridad. Eso cambió hace poco más de dos años cuando las autoridades saudíes decidieron que había llegado el momento de hacer campaña para entrar en el máximo órgano de decisión de la ONU. Se dieron todos los pasos necesarios y se reforzó la Misión Permanente en Nueva York. El objetivo se alcanzó el pasado jueves 17 cuando 176 Estados miembros eligieron a Arabia Saudí como miembro no permanente del Consejo de Seguridad para el bienio 2014-2015, junto con Lituania, Chile, Nigeria y Chad. Ese día el representante permanente saudí, Abdalá al-Mualimi, declaró exultante que se trataba de un “momento definitorio en la historia del reino”, y que dicha elección era el reflejo de “una política establecida de apoyo a la moderación y a la resolución de conflictos por medios pacíficos”.
Pocas horas después de la celebración, el Ministerio de Asuntos Exteriores saudí emitía un sorprendente comunicado agradeciendo los votos recibidos, a la vez que se anunciaba la renuncia a ocupar el asiento recién obtenido (y buscado) si antes no se reformaba el Consejo de Seguridad. El comunicado alegaba que “las maneras, los mecanismos de actuación y los dobles raseros que existen en el Consejo de Seguridad le impiden realizar sus tareas y asumir sus responsabilidades encaminadas a preservar la paz y la seguridad internacionales”. También se citaban tres casos concretos que justificarían dicha renuncia: (1) la ausencia de una solución justa y duradera a la causa palestina tras 65 años de guerras y conflictos; (2) la inacción internacional mientras “el régimen en Siria mata y quema a su pueblo con armas químicas”; y (3) la incapacidad de hacer que Oriente Medio sea una zona libre de todas las armas de destrucción masiva, “sin excepción”, en una referencia velada a Israel y a Irán.
Parece evidente que las motivaciones esgrimidas para justificar la renuncia saudí ni son de reciente aparición ni son en sí mismas la causa de tal bandazo en la política exterior del reino árabe. Algunos observadores incluso ven una ironía en que sea un régimen político defensor a ultranza del statu quo –y no conocido por su historial reformista– quien pida la reforma del sistema de Naciones Unidas. Los motivos reales parecen tener más que ver con la creciente frustración de la monarquía saudí debido a las políticas de la Administración Obama en Oriente Medio, y que inquietan seriamente a las autoridades de Riad.
Ni el acercamiento incipiente entre Washington y el régimen de Teherán (rival de Arabia Saudí por la hegemonía regional y por la supremacía ideológica de carácter religioso y etnosectario), ni lo que interpretan como una errática política estadounidense hacia el régimen de Bashar al-Asad en Siria (que ha pasado de la categoría de indeseable a la de socio en el desarme químico), juegan a favor de los intereses saudíes. Tampoco ha habido sintonía en las políticas exteriores de EEUU y de Arabia Saudí hacia el gobierno de los Hermanos Musulmanes en Egipto ni hacia el golpe liderado por los militares que sacó a los islamistas del poder el pasado mes de julio.
El giro inesperado hecho por Arabia Saudí deja algunas dudas sobre el comportamiento del principal productor mundial de petróleo, así como sobre su política regional y alianzas internacionales. Por un lado, semejante giro podría reflejar discrepancias graves en las altas esferas de la gerontocracia que gobierna ese país (su rey tiene 89 años y su ministro de Exteriores lleva en el mismo cargo desde 1975) y que opera con considerable opacidad. Asimismo, pone en cuestión el estilo de hacer política exterior en ese país.
Tradicionalmente, la dinastía Al Saud había optado por la discreción, evitando declaraciones acaloradas o gestos controvertidos en sus relaciones con el exterior. Su preferencia casi siempre fue la diplomacia de perfil bajo y jugar sus bazas económicas, energéticas e ideológicas lejos de los focos y las polémicas. Renunciar a un asiento en el Consejo de Seguridad horas después de haber sido elegido para ocuparlo no responde a la manera tradicional de actuar de la monarquía saudí. Falta por saber si ese cambio de estilo va a convertirse en algo habitual en el futuro.
Una explicación plausible del boicot saudí al Consejo de Seguridad (aunque no explica por qué no retiró su candidatura antes de la votación) es que en los dos próximos años Arabia Saudí habría de tomar decisiones difíciles en asuntos que le afectan de lleno y que le enfrentan con casi todos los miembros permanentes del Consejo. Es probable que aumenten las discrepancias entre Riad y las principales capitales occidentales en relación con las negociaciones que estas últimas han iniciado con el nuevo gobierno iraní, liderado por Hasan Ruhani, y que podrían llevar al deshielo de las relaciones entre EEUU y la República Islámica. Las petromonarquías árabes del Golfo, con Arabia Saudí a la cabeza, temen que ese acercamiento se produzca en detrimento de sus intereses.
Por otra parte, el apoyo absoluto de Rusia y China al régimen sirio, junto con la titubeante política occidental hacia ese régimen, podrían tener como resultado que Asad y los suyos sean “rehabilitados” porque se crea que son un mal menor frente a una oposición dividida y cada vez más radicalizada. Arabia Saudí, además de apoyar a parte de la oposición siria, no parece dispuesto a aceptar una posible rehabilitación de Asad. El riesgo que habrían visto los jerarcas saudíes –según esta explicación de su boicot al Consejo de Seguridad– es que su presencia en ese órgano los expondría a enfrentamientos públicos con las grandes potencias, sin que ello les reportara beneficio alguno.
Otra consecuencia de la insólita decisión saudí es que, al haber abandonado el Consejo de Seguridad incluso antes de haber iniciado su mandato bienal, Arabia Saudí ha renunciado voluntariamente a la capacidad de influir directamente en los trabajos del principal órgano de decisión de la ONU. Eso se podría haber reflejado tanto a la hora de aprobar sus declaraciones oficiales como de fijar la agenda y prioridades, especialmente cuando le hubiese correspondido asumir la presidencia rotatoria del Consejo.
La medida de protesta adoptada por la cúpula del poder saudí plantea complicaciones inmediatas para el correcto funcionamiento del Consejo de Seguridad a partir del 1 de enero de 2014. Más allá del impacto a corto plazo de esa decisión, surgen importantes dudas sobre la capacidad de los actuales gobernantes saudíes de adaptar su estilo y métodos de hacer política a un contexto que cambia a ritmos acelerados. Donde más se notan esos cambios es en el escenario geopolítico de Oriente Medio, pero cada vez hay más indicios de que los cambios de fondo también se están produciendo bajo la superficie, aparentemente estable, de las sociedades árabes del Golfo.