Sería muy prematuro calificar como giro copernicano el acercamiento que Arabia Saudí e Irán anunciaron el pasado día 10, creyendo que con eso basta para resolver muchos de los problemas que confluyen en Oriente Medio. Son muchas las dudas sobre las motivaciones que han llevado a Riad y a Teherán al acuerdo para restablecer sus relaciones diplomáticas tras siete años de paréntesis, y son muchas más las que se proyectan hacia el futuro cuando se toma en consideración que se trata de dos rivales que mantienen visiones y posiciones radicalmente confrontadas en muchos de los asuntos de la región y más allá. En todo caso, también sería un error pensar que se trata de un gesto baladí, de puro marketing diplomático para mayor gloria de una China.
En primer lugar, el acuerdo es el punto de llegada de un proceso regional, con Irak y Omán como facilitadores, que viene desarrollándose desde hace años y al que Pekín tan solo se ha sumado recientemente. A pesar de las bien visibles tensiones entre ambos vecinos, es un hecho que han procurado no romper todos los canales de contacto con el objetivo de evitar un conflicto directo que a ninguno de ellos le interesa. A Irán- crecientemente, aislado y castigado internacionalmente, con Washington y Tel Aviv marcando el ritmo- no podía beneficiarle que la monarquía saudí terminara por alinearse definitivamente con Israel, liderando lo que en ocasiones se ha denominado una “OTAN árabe” que tendría a Irán como enemigo a batir. En sentido contrario, a Arabia Saudí, crecientemente desconfiado sobre las garantías de seguridad estadounidenses, tampoco le interesaba verse arrastrada a una dinámica de confrontación que llevará a Teherán a multiplicar los ataques contra sus intereses- como ocurrió en 2019 cuando fueron atacadas las instalaciones petrolíferas de Abqaiq y Khurais. Y sobre esa base ambos han querido avanzar hasta aquí.
De ese modo, Irán cree haber logrado varios objetivos. El primero es evitar que Riad se eche abiertamente en brazos de Tel Aviv, siguiendo la senda que han recorrido otros países árabes en el marco de los llamados Acuerdos de Abraham, normalizando sus relaciones con Israel. No puede ser causal que el anuncio del acuerdo coincida con el intento de Riad por lograr de Washington una compensación a una decisión de ese tipo- sea con mayores garantías de seguridad o, como comentaba recientemente el The Wall Street Journal, con el apoyo a los sueños nucleares saudíes, permitiéndole enriquecer uranio y sin necesidad de firmar el Protocolo Adicional del TNP; algo a lo que de momento parece que se opone EEUU. Además, mirando hacia Pekín, los iraníes calculan que por esta vía consolidan su relación estratégica con China (en febrero pasado Ebrahim Raisi visitó Pekín), no solo en el marco de su ya conocido acuerdo de intercambio de gas y petróleo por bienes, tecnología e inversiones para los próximos 25 años, sino también logrando la descongelación de algunos fondos en manos chinas y su apoyo en el Consejo de Seguridad.
Para Riad lo más urgente es conseguir un cambio de actitud iraní en Yemen y evitar verse afectados por el previsible deterioro de las relaciones Washington-Teherán, una vez que se aleja la posibilidad de un nuevo acuerdo nuclear. Empantanados desde hace ya más de siete años en un conflicto en el que han demostrado su escasa capacidad operativa los saudíes buscan una salida airosa, lo que pasa por algún tipo de acuerdo con la minoría huzí, respaldada por Teherán. De igual modo, mirando a China (Xi Jinping visitó Riad el pasado diciembre), el régimen saudí también pretende enviar un mensaje a Washington, haciéndole ver que tiene alternativas a su alcance en el caso que no recibir el trato al que se considera merecedor, tanto en el terreno económico como también en el militar si fuera preciso.
Por su parte, China vuelve a dar un ejemplo de creciente sabiduría diplomática y de pragmatismo. A diferencia de Washington, Pekín mantiene buenas relaciones con las dos capitales, convertido en el principal cliente de Arabia Saudí y en el principal sostén de un Irán asediado por Washington y sus aliados occidentales. Una realidad que ahora le permite presentarse como una potencia interesada en la paz y la estabilidad, mientras que EEUU quedaría dibujado como desestabilizador y belicista (con Ucrania en mente).
A partir de ahí es mucho lo que queda por ver antes de llegar a ninguna conclusión definitiva. A corto plazo ambos países han acordado intercambiar embajadores antes de que transcurran dos meses. Y si es muy probable que eso suceda, no cabe decir lo mismo de la reactivación del acuerdo de cooperación materia de seguridad que decidieron en 2001, por mucho que en el comunicado final del acuerdo anunciado en Pekín se contemple el respeto a la soberanía nacional y la no injerencia en asuntos internos. A fin de cuentas, ambos llevan años situados en posiciones enfrentadas, tanto desde el punto de vista religioso- con Riad como líder del islam suní y Teherán del islam chií- como político, apoyando a actores armados en diferentes escenarios de combate. Unos actores interpuestos que, sobre todo en el caso iraní, le sirven muchas veces como elementos de disuasión frente a enemigos más potentes (léase Israel y Estados Unidos, una vez más). Y todo eso sin olvidar que son muchos los asuntos delicados de la región- con la deriva israelí y la previsible tensión estadounidense en relación con Irán en cabeza- que tienen su propia dinámica al margen de los deseos y capacidades de quienes ahora quieren aparecer como buenos vecinos.
Imagen: Mohammed Bin Salman y Seyed Ebrahim Raisi sobre un fondo con el Golfo Pérsico. Créditos: U.S. Department of State from United States (Public domain / Wikimedia Commons), Khamenei.ir, (Wikimedia Commons / CC BY 4.0), Banco de Imágenes Geológicas – Ignacio Benvenuti vía Flickr (CC BY 2.0).