Si optamos por quedarnos con la fotografía fija de los 629 desesperados arribando al puerto de Valencia en el buque Aquarius cabría decir que el drama ha terminado en fiesta, aunque sea con un punto de fanfarria mediática un tanto obscena. Efectivamente, hoy todos los desembarcados están a salvo, tienen ya cita para analizar su caso particular, una garantía de estancia en territorio español de 45 días y hasta la promesa de poder pasar a Francia para quienes lo deseen. Y esto es así porque, por fin, un gobierno español ha estado a la altura de las circunstancias y ha respondido humanitariamente.
Pero si de la foto fija pasamos a la película, para ver las escenas anteriores a la fiesta y para tratar de vislumbrar cómo puede acabar, el panorama se ensombrece de inmediato. Por una parte porque en esa misma España, que ahora contrasta poderosamente con una Italia que ha preferido mirar a otro lado, llevamos mucho tiempo avergonzados por lo que ocurre a diario en Ceuta y Melilla, por las expulsiones “en caliente” que contravienen el derecho comunitario, por la mera existencia de los CIE y por el incumplimiento de acuerdos como el que nos obligaba a reasentar a apenas unos 17.000 refugiados de los 160.000 que la UE anunció hace ya más de dos años. Y no sirve salirse por la tangente, argumentando que todo eso solo cabe achacarlo al gobierno anterior, cuando es bien sabido que se trata de un modelo de gestión de los flujos migratorios que, con concertinas o sin ellas, todos los gobernantes han compartido.
Y lo mismo cabe decir, por otra parte, del conjunto de los Veintiocho, enfrascados desde hace mucho en un intento condenado al fracaso de blindar nuestro “paraíso”, elevando vallas y muros teóricamente inexpugnables, aumentando los recursos humanos y financieros para frenar a los desesperados antes de que lleguen a nuestras puertas y confiando en socios poco aconsejables para que, en nuestro nombre, hagan el trabajo sucio de librarnos de ellos. A estas alturas no solo Schengen y Dublín han quedado superados sino que el modelo en su totalidad hace aguas por todas partes, mientras se desmoronan los mínimos marcos éticos que definen a un Estado de derecho bajo la presión sin freno de movimientos populistas cada vez más abiertamente racistas.
Llegados a ese punto, lo que queda por ver es si, tanto por imperativo ético y humanitario como por puro egoísmo inteligente, terminamos por entender que en el mundo globalizado de hoy los flujos migratorios son un fenómeno en alza alimentado, sobre todo, por el ansia de millones de personas por mejorar su bienestar y seguridad en un marco crecientemente desigual. Eso significa, desde la perspectiva de la privilegiada atalaya comunitaria, asumir tanto nuestra corresponsabilidad en la creación de un escenario tan inquietante y desigual como nuestro compromiso por emplear los ingentes medios de los que disponemos para responder al reto. En otras palabras, implica dar contenido real a la idea de “iguales derechos e iguales deberes” para los millones de inmigrantes y refugiados que ya están entre nosotros, empleando la Declaración Universal de los Derechos Humanos como el pilar básico de la convivencia entre distintos. Supone igualmente algo tan elemental como evitar la pérdida de tantas vidas humanas en un Mediterráneo convertido hoy en una macabra fosa fúnebre y, por supuesto, establecer canales transparentes que permitan a los que tratan de poner a salvo sus vidas –escapando de situaciones de conflicto violento, catástrofes y negación de una vida digna– escapar de las garras de las mafias que trafican con la desgracia. Del mismo modo, exige implicarse en el desarrollo de tantos territorios que hoy (por incapacidad o por decisión deliberada de gobernantes corruptos y represivos) no garantizan las necesidades mínimas al conjunto de su población y violan sus derechos de forma sistemática.
En definitiva, encarar la tarea en esos términos supone ir más allá de los gestos puntuales, tomando en serio lo que significa la coherencia de políticas –resulta iluso pensar que el apoyo a indeseables o la venta de armas sin más interés que el crematístico no tienen consecuencias que se vuelven contra nosotros mismos. Asimismo, significa apoyar de manera sostenida el desarrollo de nuestros vecinos, sin pensar que eso frena por sí mismo la presión migratoria o que todo se arregla con un simple aumento de la ayuda oficial al desarrollo (por necesario que sea), mientras sigue pendiente articular un verdadero sistema de comercio justo, una reforma de la arquitectura financiera internacional, un programa de reconversión y condonación de deuda (condicionado sin disimulos a una apuesta por las personas) o una transferencia de tecnología que al menos reduzca la brecha que ya está condenando a millones de seres humanos. Es una tarea que nos incumbe a los Veintiocho y que obliga, por tanto, a superar al actual “sálvese quien pueda”, pasando el problema al vecino, sin entender que de ese modo todos salimos perdiendo.
Y si no se encara esa tarea, ¿cuántos Aquarius más estamos dispuestos a digerir sin perder el sueño?