6 de julio de 1917. La ciudad de Áqaba, junto al mar Rojo, es conquistada al imperio otomano por unos pocos miles de combatientes irregulares, procedentes de tribus beduinas, comandados por Thomas Edward Lawrence, el legendario Lawrence de Arabia. Cien años de una batalla mitificada por el cine en forma de una carga de caballería árabe contra unos cañones turcos inmóviles que apuntan al mar. La localidad almeriense de Carboneras, y su playa de El Algarrobico, quedarán para siempre inmortalizadas en la pantalla. Un mito del cine, pero también un mito de la política y de la historia. Así era Lawrence de Arabia, un hombre que contribuyó a forjar hace un siglo el Oriente Medio, tal y como lo conocemos ahora.
Con Lawrence, Gran Bretaña contaba con un gran experto en el mundo árabe, capaz de analizar no solo los territorios, el gran fallo simplificador de muchos estrategas, sino también a los pueblos de las actuales Siria, Jordania y Arabia Saudí. También conocía bien a los que aspiraban a ejercer su dominio en la región, los hachemitas, guardianes por entonces de los lugares santos del Islam, convencidos de que por ser descendientes del Profeta tenían derechos exclusivos para crear un Estado árabe, incluso un califato, en Oriente Medio, por encima de las ruinas del imperio otomano. Lawrence comprendió demasiado pronto que Londres no mantendría las promesas de independencia hechas a los árabes. Los británicos preferían mantener su entente cordiale con Francia, pues el destino de Europa se jugaba entonces en las trincheras del frente occidental, y así llegó el acuerdo Sykes-Picot (1916), el clásico reparto de esferas de influencias que ni siquiera el Daesh, con toda su máquina de propaganda, ha logrado eliminar en la práctica.
Lawrence conocía el doble lenguaje diplomático y las tácticas de corto alcance de sus jefes, capaces de hacer de territorios como Palestina una tierra dos veces prometida, a árabes y judíos, y desconocer al mismo tiempo el poder y la influencia de los saudíes para desplazar a los frágiles aliados, los hachemitas, y construir la Arabia que ha llegado hasta nuestros días. En este sentido, la toma de Áqaba no deja de ser una huída hacia adelante. Su protagonista es el organizador de una guerrilla árabe, que destruye puentes y vías de ferrocarril y que evita tomar ciudades para no verse obligado a fortificarlas y defenderlas para luego caer en un tedioso inmovilismo. Es el mismo que sorprendentemente cambia de estrategia y lanza a los árabes a la conquista de una ciudad. Esto lo hace un hombre que no cree en las batallas decisivas al estilo de Napoleón, ni le gusta el combate frontal ni la táctica del mariscal Foch en las trincheras de Francia, que ordenaba el ataque aunque estuvieran siendo diezmados su centro y su flanco derecho. Una táctica que ha servido para ilustrar como ejemplo de voluntad férrea en los libros de psicología, pero que sobre el terreno origina miles de muertos sin garantizar la victoria.
Lo vemos en la película de David Lean: el héroe repite a menudo a sus amigos árabes una frase lapidaria, “Nada está escrito”. Es la negación del fatalismo, porque a Áqaba se puede llegar atravesando uno de los peores desiertos del mundo, el Nefud, aunque al mismo tiempo, estas son las palabras de un creyente en el destino, en el suyo. Lawrence pensaba que no habría cometido el error de desembarcar a las fuerzas franco-británicas en Gallipoli, con la consiguiente carnicería, sino más abajo en la costa siria. Ese error quedaba en el haber de Winston Churchill, aunque nadie se lo reprocharía más tarde, pues la Historia le absolvió tres décadas después en la batalla de Inglaterra. Pero, ¿cómo cuestionar los designios de los superiores cuando solo se es un teniente coronel del ejército, un mero encargado de una misión de enlace con los rebeldes árabes?
Áqaba es una plaza tomada por un ejército árabe, eso sí auxiliado desde el mar por una flota británica. Pero lo de ejército árabe no deja de ser una construcción artificial, pues únicamente hay un conjunto de tribus indisciplinadas que, en ocasiones, han sido sobornadas por el oro de los turcos o de los británicos, y que no saben muy bien qué es eso de la “nación árabe”. Todo es tan artificial como los países que surgirán en Oriente Medio, después de la I Guerra Mundial: Siria, Líbano, Jordania, Irak… Pero Lawrence piensa que no está combatiendo al lado de los árabes para que Londres y París se entiendan a sus espaldas. No puede revertir el acuerdo Sykes-Picot, aunque a lo mejor puede obstaculizarlo con Áqaba en manos de los árabes. De paso, se convierte en el único dueño de su fatalidad, tal y como decía André Malraux, autor de una singular biografía sobre Lawrence. El hombre que transformará en novela histórica su propia vida en Los siete pilares de la sabiduría, se ha convertido en el caballero medieval, que alguna vez soñaría ser en sus veranos junto a los castillos de Francia o en sus excavaciones en Siria y la península del Sinaí, y seguramente marcha con ansias de fama y de gloria a la conquista de Áqaba, una operación que no le ha sido encargada, en absoluto, por sus superiores británicos. Se trata de una gran aventura, con casi dos meses de desiertos incluidos, en la que no importa tanto el final, que se presume victorioso por la debilidad de las defensas turcas, sino la satisfacción resultante de la aventura por la aventura. El viaje a Áqaba se plantea como un recorrido en el que el valor es obligado ante las fortificaciones enemigas. Atrás solo queda un desierto en el que retroceder también equivale a la muerte. Gran estudioso de la cultura griega, por sus años de Oxford, no es difícil imaginarse a Lawrence asumiendo los papeles de Jenofonte, que llega con sus griegos hasta el mar, o de Ulises, admirable por los recursos de su astucia.
Lawrence en Áqaba es un ejemplo del capítulo de las mitomanías, tan abundantes en la historia de Oriente Medio. Se diría que la región se asemeja a un desierto de arena capaz de engullirlo todo. Al final no hubo monarquía hachemita en la Gran Siria. Luego pasaron los mitos del panarabismo y la nación árabe, del Sha y su imperio persa, del Greater Middle East de la Administración Bush con su “cabeza de puente democrática” en Irak, y más recientemente del “neo-otomanismo” de Erdoğan. Es previsible que, entre otros mitos, el Daesh o el eje chií terminen corriendo la misma suerte.