La valoración del estudio de la historia suele moverse al dictado de las corrientes de pensamiento. En tiempos clásicos, Cicerón la calificaba de maestra de la vida, lo que explica que a lo largo de los siglos las obras de historia podían llegar a ser libros de cabecera de los gobernantes, aunque con muy desigual aprovechamiento. Sin embargo, con la llegada del Romanticismo, en el siglo XIX, en la cocina de la historia se introdujeron los ingredientes de la leyenda, acomodados a la receta de elaborar, con toda paciencia, un menú con el que se sintieran a gusto identidades y naciones. Quizás empezó ahí el descrédito de la historia, sobre la que también cayó la sombra de la sospecha. El pasado se transformó de ejemplo en relato, y brotaron por todas partes las historias al servicio de la política, la sociología o la economía.
Sin que muchos lo percibieran, la historia dejó de ser un elemento auxiliar de la interpretación de la realidad. Con todo, no fue así para aquellos estudiosos que se habían formado en un legado de respeto y veneración por los clásicos de Grecia y Roma. Este fue el caso del británico Basil Henry Liddell Hart (1895-1970), escritor y especialista en estrategia militar. Medio siglo después de su muerte, su libro La estrategia de aproximación indirecta sigue editándose regularmente. Probablemente su pervivencia tenga mucho que ver con el auge de El arte de la guerra de Sun Tzu, tan valorado en las últimas décadas por aquellos a los que Henri de Saint Simón llamó capitanes de empresa. Si los autores escriben en función de sus experiencias, hay que decir que las trincheras de Flandes, durante la Primera Guerra Mundial, frustraron la carrera militar del capitán Liddell Hart. En ellas apenas había lugar para actos de heroísmo, sino que eran una desoladora mezcla de fango, ratas, obuses, gases y muerte, que contribuía a la paralización del tiempo y de la vida. Aquel capitán adquirió a la vez graves heridas y experiencia. Con ellas, además de sus lecturas y reflexiones, se ganó un puesto entre los estrategas más influyentes de todos los tiempos.
Un año después de su muerte, en 1971, se publicó la versión definitiva de un libro de reflexiones históricas, Why don’t we learn from history?, que había aparecido por primera vez en 1944, en la etapa final de un conflicto en el que Liddell Hart tenía ocasión de subrayar que los líderes políticos habían ignorado toda lección de la historia. La pregunta que da título al libro es muy actual, y lo seguirá siendo. El estratega británico nunca fue un historiador profesional, aunque al final de su vida le recompensaran con un doctorado honoris causa por Oxford, pero, tal y como afirmaba su hijo Adrian, fue un autor que nunca envejeció. Acaso se deba a su estilo claro y conciso, nada indirecto pese a su teoría estratégica, y también por la independencia y sinceridad en sus juicios y expresiones. Consideraba que la historia es una filosofía personal, algo muy instructivo para comprender los éxitos y fracasos de otros. El conocimiento histórico es también un correctivo para no dejarse arrastrar por la especialización académica.
Recupero hoy algunas enseñanzas de esta pequeña obra, que sirven para subrayar que la historia sigue contando en el escenario internacional, pese a las prácticas tan extendidas del presentismo y el cortoplacismo. Habrá que seguir creyendo en que los hechos son testarudos, una expresión atribuida a Lenin y que Liddell Hart hubiera aceptado parcialmente. Sin embargo, el escritor nunca hubiera coincidido con aquel político, ni con ningún otro, en el sacrificio de los hechos en el altar de la ideología.
“La historia es una ciencia y un arte”
Liddell Hart considera que la historia se inscribe en el ámbito de la ciencia porque participa del espíritu científico de investigación, pero al mismo tiempo insiste en no reducirla a una disciplina para especialistas, tal y como la concebía el historiador alemán Leopold von Ranke. El autor británico no creía que tuviera que limitarse al análisis de una profusión de documentos. Antes bien, el objeto de la historia es, nada más ni nada menos, que la búsqueda de la verdad. La historia, por tanto, es una cuestión de lealtad, de lealtad a la verdad. Por eso, la misión del historiador no es otra que intentar averiguar lo que ha sucedido. No cabe duda de que para Liddell Hart la historia tiene fines didácticos, lo que denota su influencia de los autores del humanismo renacentista y la Ilustración. Sin embargo, el triunfo de las ideologías y sus respectivas visiones del mundo, a partir del siglo XIX, oscurecerá el objetivo de la historia de servir a la verdad, por mucho que algunos proclamen su adhesión a una historia supuestamente científica. No es casual que la era de la razón terminara siendo sustituida por otra era, la de la sinrazón, cuyos frutos seguimos percibiendo hoy. Nuestro autor compartía la opinión de Orwell de que la energía que mueve el mundo procede, sobre todo, de las emociones.
Pero la historia es además un arte, el arte de seleccionar los hechos esenciales que sirvan precisamente para esclarecer la verdad. En mi opinión, es interesante subrayar que esa recopilación de hechos esenciales nada tiene que ver con la táctica de los extremismos de todos los tiempos: limar las aristas de la realidad para imponer su reducida percepción del mundo.
“La civilización está construida sobre la práctica de mantener las promesas”
Las relaciones internacionales no deben asentarse en el cimiento frágil de la propia conveniencia. Liddell Hart llamaba la atención sobre el contraste entre quienes hablan de justicia y de decencia para la vida privada, o si se quiere para la política doméstica, y permanecen indiferentes a que se instale la ley de la jungla en las relaciones internacionales, pues consideran más importantes los intereses nacionales. En mi opinión, un político que mantenga un doble discurso en este ámbito, no es del todo fiable en las relaciones exteriores y tenderá a aparcar, por no decir incumplir, sus promesas. Afirma Liddell Hart que todas las relaciones humanas, sean personales, políticas o comerciales, dependen de ser capaces de mantener las promesas. En consecuencia, es inmoral hacer promesas que no se puedan cumplir en el sentido esperado por los otros. Recuerda ejemplos históricos como el fracaso del sistema de seguridad colectiva, contemplado en el Pacto de la Sociedad de Naciones, o en las falsas esperanzas creadas en Polonia ante una intervención militar franco-británica que hubiera impedido la invasión alemana en 1939.
En tiempos de crisis como los actuales, se hace más urgente que nunca fomentar la confianza en el mantenimiento de la cooperación en las relaciones internacionales. Toda cooperación se fundamenta en las expectativas de las promesas. Sin ellas no se entendería que Macedonia del norte se convirtiera en el trigésimo miembro de la OTAN en marzo pasado, o que la UE adopte planes en diversos ámbitos, en solidaridad con los miembros más afectados por la crisis del COVID-19.
“Si deseas la paz, tienes que entender la guerra”
Liddell Hart cuestionaba la estrategia militar reducida a complejas operaciones matemáticas y detestaba las teorías de Clausewitz que, en sus últimas consecuencias, solo conducían a la aniquilación total del adversario, y que se aplicaron trágicamente en las dos guerras mundiales. Quiso enseñar a sus lectores que el factor humano, la psicología también cuenta. De sus estudios se podría extraer la conclusión de que una victoria completa, y a la vez humillante, solo es un compás de espera para una futura revancha. En contraste con lo sucedido en el Tratado de Versalles con Alemania, Liddell Hart pone el ejemplo del duque de Wellington, el gran vencedor de las guerras napoleónicas, quien nunca quiso una desmembración del territorio de Francia, algo que no les habría importado a Austria y a Prusia.
Sin embargo, no se entendió la guerra en Vietnam, Afganistán o Irak, por no citar otros conflictos. Se desechó la historia como experiencia práctica, en expresión de Liddell Hart, y se alimentó la ilusión de una victoria que transformaría a estos países en lo que nunca habían sido. Lo cierto es que la geometría no pudo vencer a la psicología.