Entender y valorar las iniciativas que sobre política antiterrorista viene adoptando el nuevo presidente de EEUU, Donald Trump, así como el apoyo popular con que para ello cuenta –en torno a la mitad de una sociedad dividida y polarizada– exigen en primer lugar recordar cuál ha sido el legado del ex presidente Barack Obama en esa misma materia de seguridad a la que son tan extremadamente sensibles los ciudadanos norteamericanos. Importa recordar en concreto que, tras dos mandatos consecutivos, el balance de la estrategia contraterrorista desarrollada por Obama –basada fundamentalmente en el recurso sistemático a drones o aeronaves no tripuladas para matar terroristas en zonas del mundo donde cuentan con bases, la asistencia a fuerzas militares y de inteligencia en países con los que se establecieron acuerdos de colaboración antiterrorista y una inusitada expansión de métodos de vigilancia electrónica sobre comunicaciones interpersonales– es a la postre negativo tanto en el ámbito interno como en el internacional.
Empezaré por el ámbito interno. A lo largo de los ocho años durante los cuales Barack Obama ejerció su cargo desde el Despacho Oval, de 2009 a 2016, en EEUU hubo ocho atentados yihadistas, con 91 muertos. Cifras que contrastan con los dos actos de terrorismo yihadista y los tres muertos del septenio precedente, entre 2002 y 2008. Es fácil imaginar el impacto social que, tras la conmoción de aquel 11-S, tuvieron atentados cruentos como los de 2009 en Fort Hood, 2013 en Boston, 2015 en Chattanooga y San Bernardino, y 2016 en Orlando. Cierto que las agencias de seguridad desbarataron otras tentativas terroristas. Como también lo es que la suerte y el coraje cívico –no los servicios de inteligencia– evitaron que consiguieran sus propósitos el yihadista nigeriano a quien al-Qaeda en la Península Arábiga (AQAP) encomendó en 2009 hacer estallar una aeronave de pasajeros sobrevolando Detroit o el paquistaní naturalizado estadounidense al que Therik e Talibán Pakistán (TTP) instruyó en 2010 para explosionar un coche bomba en la neoyorquina Times Square.
A inicios de 2016, no en vano, una mayoría de los estadounidenses adultos se mostraba abiertamente insatisfecha con las condiciones de seguridad existentes dentro de su propio país en relación al terrorismo, proporción que duplicaba la registrada sólo dos años antes en la misma serie de sondeos de opinión pública. Unos meses después, eran casi la mitad quienes manifestaban con claridad que los asuntos relacionados con el terrorismo y la seguridad nacional iban a ser algo ‘extremadamente importante’ a la hora de determinar sus votos en las elecciones presidenciales que estaban próximas a celebrarse. Mientras tanto, apenas ocho meses antes de que acudiesen a las urnas y eligieran un nuevo presidente, los ciudadanos de EEUU habían pasado a percibir el terrorismo internacional como la mayor de cuantas amenazas se ciernen a corto y medio plazo sobre los intereses vitales de su nación. Ya entonces, el porcentaje de quienes pensaban que Donald Trump afrontaría mejor esa amenaza tenida ya por crítica era superior al de los que para ello confiaban más en Hillary Clinton.
“Tras sus dos mandatos consecutivos, el yihadismo global […] es más polimorfo y complejo que antes”
Los resultados de la estrategia antiterrorista de Obama tampoco fueron positivos en el ámbito internacional. Tras sus dos mandatos consecutivos, el yihadismo global –fenómeno del cual emana la principal amenaza terrorista para las sociedades occidentales– es más polimorfo y complejo que antes. Las decisiones sobre Afganistán, Irak, Siria, Yemen o Libia tomadas bajo su Administración fueron a menudo equivocadas o resultaron contraproducentes. Al-Qaeda en tanto que estructura global y sus entidades asociadas, al igual que Estado Islámico, precisamente constituido como tal en 2014, se han extendido inusitadamente desde África Occidental hasta más allá del Sur de Asia, controlando territorios en Siria e Irak como lo lograron temporalmente en Malí o siguen haciéndolo en Afganistán. El abatimiento de Osama bin Laden por fuerzas estadounidenses de operaciones especiales en la localidad paquistaní de Abbotabad, en mayo de 2011, ha tenido menor relevancia de la prevista. Es más, el alcance y la magnitud de la movilización yihadista en los últimos cinco años carece de precedentes.
Así las cosas, poco sorprenderá que, en el mismo discurso que pronunció con ocasión de su investidura como presidente de EEUU, el 20 de enero de 2017, Donald Trump hablase de un objetivo tan poco realista como “erradicar por completo de la faz de la tierra” el terrorismo yihadista, al cual se refirió como “terrorismo islámico radical”. Tampoco que, desde entonces, en la web de la Casa Blanca se presente en estos términos la “más alta prioridad” de su política exterior: “derrotar a Estado Islámico y otros grupos terroristas islámicos radicales”. Ahora bien, la definición de dicha prioridad, su encuadre en términos de política pública y una serie de decisiones presidenciales derivadas de ello no parecen corresponder tanto a la elaboración de una respuesta acomodada a las expectativas de los estadounidenses que constituyen la base social del presidente Trump como a la puesta en práctica de una determinada construcción intelectual sobre el problema de la seguridad nacional en general y la amenaza terrorista en particular cuyas formulaciones van mucho más allá.
Trump comenzó su mandato renunciando en apariencia a optar por iniciativas compatibles con el enfoque antiterrorista de relativa continuidad en sus facetas básicas que han mantenido las autoridades de EEUU a lo largo de los últimos 15 años, aun con las modificaciones introducidas durante las respectivas presidencias de George Bush y de Barack Obama o los cambios con que este último quiso diferenciarse del primero. Un ejemplo de ello quedó de manifiesto con la orden ejecutiva que el presidente hizo pública el 27 de enero de 2017, siete días después de acceder al cargo, denominada “Proteger a la Nación de la entrada de terroristas extranjeros en EEUU”, una prohibición de que personas de siete países con poblaciones mayoritariamente musulmanas accediesen al territorio estadounidense. La orden fue firmada sin escuchar al Consejo de Seguridad Nacional (CSN), órgano consultivo esencial en la política exterior de EEUU y su coordinación entre instituciones, formalizado al día siguiente mediante una directiva presidencial.
Es precisamente en esta configuración del CSN donde cabe encontrar una clave fundamental para comprender uno de los vectores del antiterrorismo de Trump. Entre sus integrantes se halla, por empeño del presidente, su principal estratega político, Stephen Bannon, desde hace años agitador del patriotismo populista a través de una web y un canal de radio que en 2016 definía como “la plataforma de la derecha alternativa” en EEUU, un movimiento de nacionalistas blancos opuesto al tradicional conservadurismo republicano y que atrae a seguidores islamófobos. Medidas como la aludida y objetable orden ejecutiva, presentadas como medidas antiterroristas, obedecen sobre todo a los postulados de esa subcultura política minoritaria pero sobrerrepresentada en la Casa Blanca, aunque su actual inquilino parece encontrarse identificado con ellas y estar convencido de su legitimación por parte de una opinión pública dividida en dos acerca de su figura como presidente pero muy inquieta respecto a cuestiones de seguridad nacional.
“El plan no hace mención alguna a prevención de la radicalización o la desradicalización, omisión atribuible al influjo de la derecha alternativa”
Ahora bien, otra orden ejecutiva de Trump, del 28 de enero de 2017, que insta al inmediato desarrollo, por parte de la nueva Administración, de un plan para derrotar a ISIS –según las siglas utilizadas en el documento– o Estado Islámico, establece que la coordinación y el seguimiento de su aplicación corresponden a un comité compuesto por miembros de las distintas agencias gubernamentales concernidas. Excepto en dos aspectos, los enunciados de esa orden ejecutiva no se distancian demasiado del antiterrorismo que puso en la práctica Obama en campos como la diplomacia pública, las operaciones de información, los partenariados con otros países o el tratamiento de la financiación. Pero uno de los enunciados hace pensar en un retorno parcial al antiterrorismo de Bush, con previsibles modificaciones en las restricciones al uso de la fuerza contra terroristas. Además, el plan no hace mención alguna a prevención de la radicalización o la desradicalización, omisión atribuible al influjo de la ya aludida derecha alternativa y que suscita interrogantes sobre la redefinición e incluso la persistencia de un programa al respecto iniciado en 2011.
En suma, pese a la controversia suscitada por la primera de las decisiones tomadas por Trump en materia de antiterrorismo –y que difícilmente dejará de acarrear, al menos a corto plazo, consecuencias perturbadoras para el funcionamiento de las políticas estadounidenses de seguridad nacional, tanto dentro como fuera del país–, otras posteriores encajan en el marco estratégico general que, pese a la impronta propia de cada mandato presidencial, EEUU ha adaptado gradualmente desde el 11-S. No hay que descartar iniciativas que lo transgredan, según sea el peso que la subcultura estadounidense de derecha alternativa mantenga dentro de la Casa Blanca y muy especialmente en posiciones de asesoramiento presidencial sobre seguridad nacional. Pero es igualmente verosímil que Donald Trump sopese esa influencia con la necesidad de preservar el respaldo de al menos la mitad de los ciudadanos. No es que parezcan preocuparle mucho ni la división ni la polarización social entre estadounidenses, pero sí que quienes aprueban su desempeño apoyen también su antiterrorismo.