La colina parisina de Chaillot cuenta con un conjunto monumental de estilo neoclásico que se remonta a la Exposición Universal de 1937. Uno de los edificios es el actual Teatro Nacional de la Danza, donde los miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas, compuesta entonces por 48 Estados, firmaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos el 10 de diciembre de 1948.
Elegir París para este acto pudo deberse a que, en Versalles siglo y medio atrás, se había aprobado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. También podría haber influido el legado de París como capital de la libertad, donde muchos exiliados encontraron refugio, o incluso el reciente recuerdo de la ocupación alemana, pues en junio de 1940 Hitler se retrató en el palacio de Chaillot delante de la Torre Eiffel. Sin embargo, en el acto de la firma no pudo estar presente el diplomático y escritor Jean Giraudoux, cuya obra póstuma, La loca de Chaillot, se había estrenado en el Théâtre de l’Athénée, cercano a la Plaza de la Ópera, el 16 de diciembre de 1945. Esta pieza teatral se inicia en una mítica cervecería, Chez Francis, donde Amélie, una extravagante señora entrada en años y conocida como la loca de Chaillot, se propone hacer frente a los planes de unos especuladores, asociados a políticos corruptos, para efectuar prospecciones petrolíferas en el subsuelo de París. Los “últimos libres”, es decir Amélie y sus seguidores, frustrarán este plan de “miseria y fealdad”, que muchos consideraban inevitable. Me imagino a la loca de Chaillot mostrando su satisfacción por lo sucedido en el teatro donde se reunió la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Algunos años antes, en el Théâtre de l’Atelier, en Montmartre, Jean Anouilh estrenaba su Antígona el 4 de febrero de 1944. Eran los últimos meses de la ocupación alemana. Allí se vio a Antígona, orgullosa como una hija de Edipo, rebelarse contra el decreto de su tío Creonte, rey de Tebas, que prohíbe dar sepultura a Polínice, hermano de la protagonista, que ha muerto luchando contra su otro hermano, Eteocles. Este también ha perdido la vida y Creonte consiente sus honras fúnebres, pero el cuerpo de Polínice es destinado a ser pasto de los buitres. Sin embargo, Antígona incumple el decreto y se muestra dispuesta a afrontar la muerte. A diferencia del personaje de Sófocles, la Antígona de Anouilh no actúa en nombre de los dioses. Simplemente se niega a “comprender”, según ella misma dice, una decisión arbitraria. Hay cosas que no se pueden negar a un ser humano pese a que las leyes de la ciudad impongan lo contrario. Antígona intuye lo que es la dignidad humana.
Cuatro años después de su triunfo en un teatro parisino, el espíritu de libertad de Antígona estuvo presente en la colina de Chaillot, pues la dignidad humana es inseparable de la libertad. La proclamación de la dignidad precede a todo listado de derechos. A diferencia de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, en cuyo artículo se señala que los hombres nacen libres e iguales en derechos, la Declaración de la ONU dice en su art. 1 que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Poco antes, el preámbulo se inicia con la consideración de que “la libertad, la paz y la justicia en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. La dignidad no es un mero valor sino un rasgo de la condición humana de carácter objetivo. Su existencia nos permite comprender que la libertad no es sólo para uno mismo, sino que debe estar al servicio de la humanidad entera, pues la dignidad alcanza a todos. Antígona sale de los estrechos límites en los que el poder ha encerrado la libertad y combate por la dignidad. Bien podría figurar en el palacio de Chaillot una estatua de Antígona, pues en este personaje de tragedia percibimos una de las raíces de la identidad europea.
Uno de sus redactores, el jurista René Cassin, comparó la Declaración con la armonía de un templo griego, y es muy probable que en sus palabras hubiera una evocación del palacio de Chaillot. Además, Cassin hizo hincapié en que no se llamara Declaración internacional sino universal. El calificativo “internacional” podría ser asimilado a “interestatal”, algo que no era adecuado para afirmar que los derechos del individuo están por encima de los derechos de los estados. Es el mismo planteamiento de Antígona, defensora de unas leyes no escritas frente al orden establecido de Creonte. Por lo demás, la experiencia de Cassin como combatiente en la Primera Guerra Mundial le había señalado el camino en su lucha por el respeto de la dignidad humana. El jurista francés tampoco quiso que la Declaración fuera un anexo a la Carta de las Naciones Unidas. No hubiera servido para realzarla sino para “ocultarla” junto a una norma de contenido mayoritariamente administrativo. La proclamación de la dignidad y los derechos tenía que brillar con luz propia e inspirar textos jurídicos posteriores.
Otro de los redactores de la Declaración, el filósofo libanés Charles Malik, hizo hincapié en la dignidad: “La Declaración puede interpretarse como un intento de restaurar el sentido de responsabilidad, autenticidad y personal dignidad del ser humano”. Malik tenía en cuenta el “ser” de la persona, y los derechos humanos son la expresión de su dignidad. La manifestación más radical de la dignidad humana es “la capacidad de tomar postura frente a la realidad mediante la razón y la conciencia”. Podríamos añadir que esa fue la actitud de Antígona al enfrentarse a una ley atentatoria contra la dignidad humana, de la que ni siquiera un cadáver está privado.
La “madre” del texto fue Eleanor Roosevelt, presidenta del Comité de Redacción de la Declaración, que, en su Diario el 9 de marzo de 1946, señalaba que había asistido con entusiasmo a la representación de la Antígona de Anouilh en Nueva York y tras pensar en la necesidad de encontrar una nueva Antígona, se preguntaba dónde podría hallarla. En cualquier caso, la hallaría en sus propias convicciones, en las que la dignidad y la libertad van unidas. Dignidad, libertad y responsabilidad están presentes en esta cita: “La libertad exige mucho de cada ser humano. Con la libertad llega la responsabilidad. Para la persona renuente a crecer, para la persona que no desea hacer valer su propia importancia, es una perspectiva atemorizadora”. Antígona habría compartido esta idea de una libertad activa, una libertad que no lleva al individuo a encerrarse en sí mismo y es capaz de rebelarse contra todo lo que atente contra la dignidad humana.