Como en muchos aspectos de la realidad, la relación del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, AMLO para los amigos y los no tanto, con la pandemia del COVID-19 es cuanto menos sinuosa. Una faceta del tan complicado poliedro queda en evidencia en las mañaneras, las conferencias de prensa a horas muy tempranas en las que el presidente intenta marcar la agenda política de la jornada. Y también en los múltiples dichos, actos y paseos en los que ha desplegado su bonhomía en las últimas semanas. Mientras tanto, en el lado oscuro está su negación de lo que sucede y la voluntad de no dar su brazo a torcer frente a una pandemia muy esquiva y que puede hacer trastocar muchos de sus planes originales e, inclusive, hacer tambalear la imagen positiva que buena parte de la opinión pública mexicana tiene de su persona y de su gestión.
Esto último ha quedado de manifiesto, por ejemplo, en su repetida insistencia en restar importancia a la crisis sanitaria del coronavirus o en minimizar su impacto económico. En sintonía con esta idea, el 15 de marzo señaló:
“Tengo mucha fe de que vamos a sacar a nuestro querido México, no nos van a hacer nada los infortunios, las pandemias, nada de eso. Vamos a sacar adelante a nuestro país, porque cuando no hay corrupción el presupuesto rinde; cuando hay corrupción no alcanza para nada. Ahora no es así”.
Como si su sola presencia bastara para derrotar a los elementos malignos que se ciernen sobre México. De ahí su empeño en repetir que con mucha fe, conjuros y amuletos se podría derrotar a la pandemia. En esta línea, el 4 del mismo mes dijo:
“Miren, lo del coronavirus, eso de que no se puede uno abrazar; hay que abrazarse, no pasa nada”.
López Obrador ha querido mostrarse en todo este tiempo como un gran profesional de la política, uno que se mueve básicamente por su instinto y por eso desoye constantemente la evidencia proporcionada por médicos y expertos. Así, ha dado por sentado una y otra vez que la distancia social es un mero trámite en este desigual combate. Pero, al igual que ocurrió con su vecino Donald Trump, la fuerza de los hechos le ha obligado a modificar su discurso e implementar medidas algo más duras.
No en vano las cosas han se han ido deteriorado considerablemente. Si el 14 de marzo el país oficialmente tenía 15 contagiados y ningún fallecido, un mes más tarde, el salto era brutal: 5.399 contagiados y 406 muertos. Las cifras son bastante modestas si tenemos en cuenta que, al otro lado del río Bravo y del poroso muro que en su día quiso construir y no pudo el actual inquilino de la Casa Blanca, ya han llegado a los 614.246 casos y a 26.064 muertos. Con ese potencial explosivo, Estados Unidos se ha convertido en una verdadera bomba de tiempo para sus vecinos. Pero de momento, México no atraviesa una situación tan compleja, ni sanitaria, ni social ni económicamente hablando, lo que le permite a López Obrador mantener su discurso.
En términos relativos, y en comparación con América Latina, la pandemia ha tenido un escaso impacto en el país. Esto no es tan sencillo, y hay al menos dos motivos que lo explican. Por un lado, al escaso número de test que se realizan. Por el otro, México utiliza el llamado Modelo Centinela de Vigilancia Epidemiológica para controlar y seguir la incidencia de la crisis. Este modelo fue puesto en práctica en 2006 y es similar al utilizado por el Center for Disease Control and Prevention (CDC) de Estados Unidos, y por la Agencia de Salud Pública de Canadá (PHAC, por sus siglas en inglés). Según el subsecretario (viceministro) de Salud Hugo López-Gatell: “En un país como México, de 127 millones de habitantes, basta entrevistar a 3.500, 4.000, 5.000 personas. Compárese 5.000 personas con 127 millones de personas y, sin embargo, los métodos son tan robustos que permiten estimar, con un pequeño margen de error, de 2 a 3%”. En base a estas afirmaciones, López-Gatell estima que la verdadera incidencia de la pandemia en su país es ocho veces mayor, lo que supondría, a día 15 de abril, la existencia de 43.192 contagiados. Sin embargo, al igual que en otros países del mundo, el talón de Aquiles del sistema sanitario mexicano son los casos asintomáticos. Al no existir prácticamente test disponibles, los casos reales son muchos más que los casos reportados, y más teniendo en cuenta que de momento la ratio es de 311 test realizados por cada millón de habitantes.
En 2019 la economía mexicana solo creció un 0,1%, y las previsiones iniciales para 2020 no eran nada halagüeñas. Si a comienzos de marzo de este año la OCDE hablaba de un crecimiento modesto, un 1,4%, estos días el FMI situaba la caída mexicana, de las mayores de América Latina, en el -6,6%. Recién en 2021 habría una recuperación del 3%. Pese al más que lánguido estado de su economía, el presidente sigue oponiéndose a adoptar medidas económicas activas para limitar el impacto de la caída.
Y si bien México tiene un muy buen acceso a los mercados internacionales de deuda, el gobierno federal mantiene su negativa a endeudarse para impulsar programas económicos y sociales que limiten el impacto de la pandemia. Pero esas facilidades dejarían de existir si se pierde el grado de inversión. Siguiendo la estela de Standard & Poor’s, Fitch ha rebajado la calificación de México ante el impacto que el coronavirus podría tener en la economía nacional, algo agravado, como se ha visto, por la falta de respuesta gubernamental. En dirección contraria a lo que están haciendo buena parte de los gobiernos del mundo, la presidencia de México está sumida en una enigmática parálisis de iniciativas políticas, algo que no condice en absoluto con los presupuestos teóricos de la llamada 4T (Cuarta Transformación).
La 4T fue impulsada en su día por López Obrador en lo que debería haber sido la estela triunfal de todo su sexenio. Sin embargo, el tamaño de la economía informal y los millones de personas que viven bajo la línea de pobreza dificultan el proceso de toma de decisiones del presidente, y lo fuerzan a contemporizar del modo en que lo hace. Pero también son muchos los que creen que, por primera vez en tiempos, su olfato político comienza a fallar.
Es en este contexto que debe valorarse la propuesta reciente del presidente de adelantar a julio de 2021 la convocatoria de un referéndum popular para revocar su mandato, inicialmente previsto para marzo de 2022. En su lucha contra casi todos (contra la derecha y los reaccionarios, contra el deterioro de la economía y el agravamiento de los efectos de la pandemia) López Obrador puede estrellarse. Todo el proceso podría terminar cuestionando su popularidad. Según Jorge Castañeda, “a partir del desplome de la economía, en parte por el coronavirus, en parte por la incompetencia del gobierno, López Obrador sabe, que si sus niveles de aprobación hoy se deterioraran de manera vertiginosa, para principios de 2022 se encontrarán en los suelos”.
De esta forma, adelantando un posible rechazo popular a su gestión ante lo que prevé como un saldo negativo en el combate contra la pandemia, AMLO pretende dotarse de un manto de legitimidad que lo proteja no solo del virus sino también de la ira pública. Pero no será fácil. Si antes de la llegada del coronavirus su desgaste había comenzado a manifestarse, todo indica que después de él ya nada volverá a ser igual.