América Latina enfrenta la amenaza de la pandemia del coronavirus (COVID-19) con algunas fortalezas, pocas, y muchas debilidades. En el haber, obviamente, el tiempo, que en los primeros meses del año jugó a favor de la región, pero también un acendrado sentimiento, muy difundido en prácticamente todas las sociedades de la región, especialmente entre los sectores populares, del rol protector que debe jugar el estado. Si a esto le sumamos el nacionalismo y el fuerte patriotismo existente, se trata de una baza a favor de los gobiernos para aglutinar a la gente (los ciudadanos) detrás suyo.
Sin embargo, en los últimos años la polarización política y la crispación, lo que en Argentina llaman “la grieta”, ha tendido a descoser lo que antes estaba mucho más unido, dificultando en muchas ocasiones encontrar un hilo conductor al relato de responsabilidad, sacrificio y compromiso que están propalando en estos graves momentos muchos presidentes. Esto implica, evidentemente, que haya llegado la hora de los líderes y de los liderazgos. Algunos lo han comprendido así, de modo que ya están actuando en consecuencia. Es el caso de Alberto Fernández, Argentina, y de Martín Vizcarra, Perú. Pero también de tantos otros como Iván Duque, Colombia, Sebastián Piñera, Chile, Nayib Bukele, El Salvador, Alejandro Giammattei, Guatemala o Mario Abdo Benítez, Paraguay, en una larga lista en la que no intentamos ser exhaustivos.
De alguna manera, más mal que bien, mejor unos que otros y cada cual fiel a su estilo, casi todos los presidentes latinoamericanos han decidido ponerse al frente de la manifestación, echarse a sus espaldas todo el peso del aparato del Estado y dar la cara, incluso diariamente a través de la televisión, delante de sus ciudadanos. Pero no todos actúan así. Hay algunos, especialmente los más alejados de la realidad o sumidos en sus ensoñaciones políticas o en sus delirios ideológicos, que anteponen su propia agenda o sus íntimas convicciones a los designios del momento.
Este es el caso del pseudo sandinista Daniel Ortega y de su mujer-vicepresidenta Rosario Murillo, atrapados en la madeja poliamorosa que ellos mismos tejieron y que creen que convocando manifestaciones masivamente piadosas podrán derrotar la enfermedad. En la misma categoría de irresponsabilidad se podría situar al mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y al brasileño Jair Mesías Bolsonaro.
Hay también otro caso que comienza a generar alguna debate y no por presencia sino por todo lo contrario, por ausencia. Se trata de Raúl Castro, el primer secretario del Partido Comunista de Cuba, quien de acuerdo con la nueva Constitución debería haber asumido el mando. Según algunos observadores, de cuerdo con el artículo 5º de la Carta Magna el Partido Comunista es la “fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado”. Pero la cuestión de fondo es quien gobierna al país y quien tiene realmente el control, ¿el gobierno o el partido? Por eso hay diversas teorías sobre esta ausencia. Unas señalan a José Ramón Machado Ventura como el hombre al mando. Otras creen que se trataría de reforzar la posición de Miguel Díaz-Canel como presidente. De momento son solo conjeturas y habrá que ver cómo evolucionan las cosas cuando lleguen los momentos más álgidos de la crisis para saber definitivamente a qué atenernos.
Pese a encontrarse en las antípodas del espectro político e ideológico tanto López Obrador como Bolsonaro han destacado hasta ahora por su falta de liderazgo tanto nacional como regional en la gestión de la pandemia del coronavirus. Desde una perspectiva regional, México ostenta la presidencia pro tempore de CELAC. Sin embargo, las iniciativas supranacionales que ha tomado esta entidad en las últimas semanas en relación con el COVID-19 han sido bastante escasas. En preparación de la Cumbre ministerial de enero pasado se elaboró un documento de 14 objetivos, uno de los cuales era crear una red de especialistas para enfrentar emergencias epidémicas. Desde fines de ese mes prácticamente no ha habido más noticias reseñables al respecto.
Brasil, por su parte, que inicialmente se unió a Prosur, en los hechos la casi nonata iniciativa de integración política regional impulsada por los presidentes de Chile y Colombia, decidió no participar al máximo nivel de la videoconferencia impulsada por Sebastián Piñera para implementar algún tipo de coordinación regional ante la crisis. De hecho, ni Brasil ni México están ni se los espera a la hora de articular medidas de cooperación latinoamericanas para salir de esta contingencia al estar más pendientes de la voz de mando del momento: sálvese quien pueda.
Internamente la política de ambos presidentes ha sido minimizar el impacto de la pandemia del coronavirus echando balones fuera, como se dice en la jerga futbolística. Ni uno ni el otro han arbitrado medidas federales para luchar contra el COVID-19. Ni uno ni el otro han elaborado una narrativa que concienciara y abroquelara a la sociedad en un combate desigual y con elevados costos materiales y personales. La gran duda, respecto al futuro, es cómo y cuándo ambos dos, forzados por las circunstancias, cambiarán su discurso y adoptarán medidas más enérgicas, coordinadas con los gobernadores de los estados. Cuando lo hagan solo habrán seguido la estela de Donald Trump y Boris Johnson, que también creyeron en su día que la mejor manera de enfrentar al coronavirus era no hacer nada y esperar a que mejore el tiempo.