Tras la Cumbre Iberoamericana de Panamá buena parte de las numerosas críticas vertidas sobre ella se centraron tanto en su difícil futuro (se dice que el proyecto iberoamericano está agotado), como en la pérdida de protagonismo español en América Latina (ver la selección de artículos sobre el tema). En algunos casos, el tono en que éstas fueron vertidas llegó al límite del catastrofismo, amplificado con las constantes referencias a la dura y profunda crisis que se vive en España.
A esto hay que sumar el mal balance de la última Cumbre, agravado por la deficiente gestión panameña y sus complicadas relaciones regionales. A la ausencia evidente de numerosos presidentes se añadió la sensación de fracaso y desánimo junto al escaso eco encontrado por algunas de las ideas reformistas recogidas en el Informe de la Comisión Lagos. No se olvide que la presente corriente reformadora surgió de la Cumbre Iberoamericana de Cádiz, a propuesta de la delegación española, una de las más interesadas entonces en modernizar el entramado iberoamericano.
Sería importante que España, pese a querer jugar un papel menos protagónico, no abandonara un proyecto que impulsó permanentemente durante más de 20 años. Más allá de transformar en bienal la frecuencia de las Cumbres, buena parte de las reformas que querían introducirse en Panamá, comenzando por un reparto más equitativo de las cargas presupuestarias y la concentración de los organismos iberoamericanos, debieron postergarse para un futuro más adecuado ante las resistencias manifestadas por algunos países.
Uno de los últimos artículos publicados sobre el incierto porvenir de las Cumbres hablaba de la “disgregación” de la familia iberoamericana. El titular parece demasiado alarmista, especialmente si se tiene en cuenta que la mencionada “disgregación” responde a una causa más profunda, vinculada a la fragmentación propia de la América Latina actual, más que al papel más o menos activo que pueda jugar España en la región. En el caso concreto de las presencias y ausencias presidenciales en las Cumbres Iberoamericanas es imposible encontrar un patrón diferente al observable en otras Cumbres estrictamente latinoamericanas (Mercosur, Unasur o CELAC), como se pudo observar en Asunción en 2011.
Es tal la división existente entre los distintos países latinoamericanos que el presidente Rafael Correa ha hablado recientemente de la desaceleración del proceso integracionista impulsado por Unasur. Entre las causas más importantes que habrían llevado a esta situación, Correa apunta que “hay países que no tienen el mismo entusiasmo, la misma convicción” que en el pasado y también que hay “una restauración conservadora” afín al neoliberalismo. Según su interpretación la máxima encarnación del mal en América Latina es la Alianza del Pacífico, un juicio que comparte con Evo Morales y Nicolás Maduro.
Es verdad que España tuvo un papel protagónico en todo el proceso iberoamericano, incluyendo su creación en 1991, pero sin el acompañamiento y la complicidad de los gobiernos latinoamericanos, comenzando por México, hubiera sido imposible llegar adonde se llegó. También hay que considerar las reticencias de Brasil, prácticamente omnipresentes (pese a la mayor sintonía con el proyecto de los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso que los de Lula da Silva).
La buena relación imperante en la “familia iberoamericana” comenzó a resquebrajarse con la irrupción del ALBA. Hasta entontes inclusive Fidel Castro era un asiduo participante de las mismas. El famoso incidente del “por qué no te callas”, que enfrentó en 2007 al rey Juan Carlos con Hugo Chávez fue un claro síntoma de lo que estaba pasando. Sin embargo, sería un error responsabilizar únicamente a los países del ALBA de la crisis innegable que atraviesa el sistema iberoamericano, que debe atribuirse a causas bastante más complejas.
A partir de lo mucho que se ha hecho en todos estos años, sería una insensatez renunciar sin más a un proyecto como éste. Es evidente que si lo iberoamericano no se latinoamericaniza, sin perder su carga identitaria, su futuro es bastante incierto, pero todavía hay un cierto margen de maniobra para evitar su desaparición. Al respecto incluyo aquí ciertas opiniones que permitirían un relanzamiento de lo iberoamericano a partir de la próxima Cumbre a celebrarse en Veracruz, México, en el último trimestre de 2014.
En primer lugar debería cerrarse cuanto antes el proceso de renovación de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB), cargo que actualmente ocupa Enrique Iglesias. La costarricense Rebeca Grynspan, actualmente en el PNUD, es una excelente opción, pero sea quien sea el sucesor o sucesora de Iglesias sería conveniente que ocupe su puesto cuanto antes a fin de ponerse a trabajar desde ya en la organización de la Cumbre, junto a la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) mexicana, y también en la renovación de la SEGIB y del proyecto iberoamericano.
Es frecuente escuchar que América Latina a partir de la creación de Unasur y la CELAC es capaz de afrontar por sí misma los numerosos desafíos que debe enfrentar y que no requiere de actores extrarregionales, como España o Portugal, para resolver sus diferendos. También se apunta a la injerencia española en América Latina, especialmente en lo relativo al proceso de integración regional. Es más, hay quien llegó a señalar que el proyecto iberoamericano compite con el latinoamericano. Para evitar ese tipo de suspicacias, en el futuro habría que eliminar la palabra integración asociada al adjetivo iberoamericana del vocabulario oficial de la SEGIB y de las Cumbres. Hay que dejar meridianamente claro que no existe ningún proyecto de integración iberoamericano.
Para dejar de mirar con tanta insistencia la lista de presencias y ausencias en las Cumbres habría que potenciar la idea de que tanto la presencia en ellas como en la SEGIB es un acto totalmente voluntario. Es cierto que en la Cumbre de Panamá todos los países han estado representados por sus gobiernos, con distintos niveles de representación (presidentes, ministros o secretarios de estado), pero cuando las ausencias superan un límite determinado lo cuantitativo se convierte en cualitativo y repercute directamente sobre la valoración que se pueda hacer. Éste fenómeno es amplificado a partir de la valoración que realizan los medios de comunicación. Por eso, España no debería invertir anualmente el gran capital político que tiene en América Latina en el éxito o fracaso de cada convocatoria, que debería ser más responsabilidad del país anfitrión.
A fin de potenciar el mecanismo del “retiro” sería conveniente limitar la participación en el mismo únicamente de los jefes de Estado y de Gobierno presentes en la Cumbre. En aquellos casos de delegaciones presididas por los ministros de Exteriores o inclusive de funcionarios de rango inferior, éstas no podrían participar de un encuentro que, para que adquiera su máximo relieve, debe realizarse al más alto nivel.
Lo iberoamericano debe ser visto esencialmente más como una oportunidad que como una obligación. Para ello, como señala la comisión Lagos, el mayor esfuerzo, aunque no el único, debe ser puesto en lo cultural y en la cooperación, y también en la economía, sacando el mayor partido de las redes actualmente existentes, que han ido conformando una intensa y nutrida trama. En este sentido Panamá ha dejado algunas enseñanzas positivas, comenzando por el gran valor añadido que han dejado los foros asociados a la Cumbre, comenzando por el encuentro empresarial (organizado por el Consejo Empresarial de América Latina -CEAL-) y el de la comunicación. También se podría reforzar, tras un importante proceso refundacional, el encuentro parlamentario iberoamericano, hasta ahora bastante carente de contenidos perceptibles por las opiniones públicas de los países representados.
Un caso aparte fue la celebración exitosa del Congreso de la Lengua Española. Si bien éste se celebra cada tres años, se podría pensar en un ritmo bienal, o cuatrienal si se prefiere dado el esfuerzo organizativo que supone, a fin de vincularlo más claramente a la celebración de las Cumbres Iberoamericanas. Con el objetivo de enriquecer la celebración de estos congresos se podría pensar en crear una o dos secciones dedicadas a las lenguas iberoamericanas. Por un lado está el reto de incluir al portugués, ausente del actual esquema, lo que implicaría la necesidad de contar con la lusofonía. Por el otro, la incorporación de las lenguas indígenas, lo que permitiría ganar en una mayor diversidad cultural.
Sin embargo, el proyecto iberoamericano no debe quedarse únicamente en lo cultural o identitario, ya que la experiencia acumulada en todos estos años también permite afrontar otro tipo de desafíos. Las Cumbres Iberoamericanos sirvieron para abonar el camino de la relación euro-latinoamericana. Y si bien es cierto que América Latina no necesita a España y Portugal para relacionarse con la UE, también lo es que las complicidades tejidas desde 1991 sirven para poder mirar con una visión común los procesos globales. Uno de ellos, por ejemplo, es el de las posibles consecuencias sobre América Latina del TTIP (TransAtlantic Trade and Investment Partnership) que están negociando EEUU y la UE.
A todo esto hay que sumar buena parte de las propuestas de la Comisión Lagos, muchas de las cuales podrían comenzar a aplicarse de inmediato. El problema de fondo es la dificultad de encontrar los consensos necesarios y la imprescindible voluntad política para llevarlas adelante. En tanto se logre salir del impasse actual el futuro puede ser prometedor, pero para que ello ocurra es necesario sumar al liderazgo del proyecto iberoamericano al mayor número posible de países.