Parece que Joe Biden ha superado finalmente la prueba de un complicado escrutinio, con el añadido de los efectos de la pandemia. Y si nada se tuerce, la Casa Blanca es su horizonte inmediato. Precisamente en este punto comienzan las preguntas sobre las políticas que implementará tanto puertas adentro de su país (entre sus máximas prioridades están la lucha contra el COVID-19, la reconstrucción económica, los derechos humanos y las migraciones) como fuera.
¿Qué relaciones mantendrá con las distintas potencias y regiones del planeta? ¿Qué hará en relación a cuestiones claves de política internacional como el multilateralismo y la lucha contra el cambio climático? Si bien las prioridades del Departamento de Estado, que recuperará parte de la centralidad perdida en tiempos de Trump, estarán encabezadas por China, Rusia y las relaciones transatlánticas (la UE), América Latina, por diversos motivos, debería ocupar un lugar no menor en las preocupaciones de la nueva Administración.
En un reciente análisis con Rogelio Núñez señalábamos que, aunque no hubiera un giro radical, sí cambiarán las formas y el discurso, menos divisivo. Tampoco se pueden olvidar ciertas cuestiones que refuerzan el interés por la región, como la restructuración de las cadenas de suministros, tan golpeadas por los efectos colaterales de la pandemia. También, que una de las promesas de campaña trata de resolver los numerosos problemas migratorios exacerbados por Trump, con sus repercusiones obvias en México y América Central.
Pero América Latina tiene más implicaciones para Estados Unidos, comenzando por ser un terreno más donde chocará con China. Y si bien Biden ha manifestado su voluntad de bajar el tono del enfrentamiento, no habrá un giro copernicano. La lucha frontal seguirá en todos los frentes y en todas las partes del globo. De ahí que la primera pregunta es si seguirá o aumentará la presión para que los gobiernos y empresarios latinoamericanos tomen distancia de China. Es una jugada arriesgada, dada la relevancia económica y comercial que la gran potencia asiática ha adquirido en prácticamente todos los países latinoamericanos.
Da la casualidad de que el año próximo se celebrará en Estados Unidos la VIII Cumbre de las Américas. Será la ocasión ideal para medir en su totalidad la dirección y la estrategia de la política latinoamericana de la nueva Administración. Para ese entonces ya deberíamos conocer la identidad del responsable de Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado, y de su homólogo en el Consejo de Seguridad, lo que nos daría algunas claves más.
El futuro de dos organismos hemisféricos con importante participación de Estados Unidos también será escrutado con detalle. Por un lado, la OEA y su reelecto secretario General, Luis Almagro, quien acabó siendo muy valorado por la Administración Trump. Por el otro, el BID y su recién elegido presidente Mauricio Claver-Carone. ¿Cuál será la actitud de Estados Unidos en estas dos instituciones? ¿Querrá darle un perfil más independiente después del giro trumpista de los últimos años? ¿Se pondrán al servicio de un programa coherente de reconstrucción post COVID-19 impulsado por Estados Unidos?
Algunas de las preguntas que estos días resuenan más intensamente se vinculan a Cuba y Venezuela, por un lado, y a México, por el otro. Si bien detrás de cada caso hay motivaciones diferentes, son los temas que más interés provocan. ¿Cuál será la posición de Biden con Juan Guaidó? ¿Hasta dónde mantendrá su apoyo? ¿Intentará abrir vías alternativas de solución a un conflicto enquistado? ¿Mantendrá las sanciones, especialmente aquellas que golpean al conjunto de la sociedad venezolana? ¿Habrá una mayor coordinación con la UE y con los países del Grupo de Lima?
En lo relativo a Cuba, no se debe olvidar su participación en el proceso negociador con La Habana en tiempos de Obama. De ahí que viviera con un sentimiento de frustración tanto la decisión de Raúl Castro de no moverse más rápido y paralizar las reformas, como la de Trump de revertir buena parte de los logros de su predecesor. Por tanto, ¿volverá a enero de 2017? ¿Qué medidas aplicadas por Trump serán anuladas con nuevas órdenes presidenciales y cuáles no? ¿Será posible restablecer la confianza con Díaz-Canel?
México es el gran vecino: un importante socio económico y comercial; muchas de las cadenas de suministro de las principales empresas estadounidenses tienen importantes ramificaciones al sur de la frontera; el país es vital para su seguridad interior y es una vía de entrada de nutridos caudales migratorios. La relación bilateral es vital para ambas partes, y así lo entendió López Obrador quien, pese a sus sustanciales diferencias con Trump, hizo buenas migas con el presidente saliente. Quizá por eso López Obrador parece estar afectado por alguna mutación del síndrome de Estocolmo, a tal punto que se niega a reconocer la victoria del candidato demócrata hasta que no estén solucionados todos los problemas legales, situándolo entre quienes apoyan las reclamaciones de fraude electoral.
Más allá de la voluntad que pongan las partes, ¿será posible establecer algún tipo de cooperación armónica y con ciertas garantías de éxito en el combate contra el narcotráfico? ¿Se podrá diseñar alguna estrategia conjunta, que sume a los países centroamericanos, para responder a los grandes desafíos del triángulo norte? ¿Afectarán los problemas de Derechos Humanos a la agenda bilateral? ¿Cómo valorará la Administración Biden la política mexicana de fortalecer la producción de combustibles fósiles para rescatar a Pemex de su hundimiento, y la postergación de las energías renovables?
Algunas cuestiones similares a las formuladas para México se pueden plantear con Brasil. Jair Bolsonaro era, junto con López Obrador, el principal aliado de Trump en América Latina, como se vio en la elección del BID. El peso inicial de un personaje tan esotérico como Olavo de Carvalho tiñó inicialmente toda la relación bilateral. La figura del canciller brasileño, Ernesto Araújo, y la postulación, luego retirada, de Eduardo Bolsonaro, el hijo del presidente, como embajador en Washington, solo sesgaron todavía más unos vínculos esenciales para el futuro del continente. ¿Qué margen habrá para una plena normalización de la relación bilateral? ¿Habrá algún gesto de Bolsonaro para rectificar un rumbo que ya carece de futuro? ¿O desde la Casa Blanca se enviará alguna señal de tregua?
Por supuesto que en América Latina hay más países y problemas que los aquí mencionados, y de los que nos iremos ocupando en la medida que sean relevantes. Un caso especial es Colombia y su hasta ahora tambaleante proceso de paz, que podría sufrir un nuevo empuje por parte de la Administración Biden. En cada capital del continente hay una lista de cuestiones que se quiere sean respondidas, o al menos atendidas, desde Washington. La presencia comercial y económica de Estados Unidos, sus inversiones y sus empresas, siguen teniendo una fuerte presencia. Para muchos gobiernos, no todos, Estados Unidos puede ser un eficaz contrapeso frente al expansionismo chino. Las nuevas promesas en torno a “la franja y la ruta” y los conflictos relacionados con la aplicación del 5G serán solo el aperitivo de un período complicado y con posturas encontradas. Para colmo, frente al nuevo mandato y al pulso chino–estadounidense, América Latina está fragmentada y con sus instituciones de integración regional sumidas en una profunda crisis.