Muchos decíamos, y me incluyo, que las elecciones presidenciales chilenas eran las menos inciertas del ciclo electoral latinoamericano en que estamos inmersos. Según todas las encuestas, el candidato del centro derecha Sebastián Piñera tenía una posición muy cómoda, al partir teóricamente de un piso del 40%. La única duda era si ganaba en primera o segunda vuelta. Esto último dependía, según reputados analistas, del nivel de participación. A mayor abstención, se decía, mayores opciones para que Piñera ganara el 19 de noviembre, ya que los jóvenes pobres y urbanos, potenciales votantes de las opciones de izquierda, serían los que acudirían menos a las urnas.
Pero las cosas no fueron así. No sólo Piñera no se alzó con la presidencia en la primera vuelta, sino que obtuvo el 36,7% de los votos. Nuevamente, quienes propiciaron estos errores fueron las empresas encuestadoras, esta vez con gran diferencia entre lo proyectado y el resultado real. Incluso la candidata del Frente Amplio, Beatriz Sánchez, acusó a algunas de ellas de manipular las cifras en beneficio de los partidos tradicionales.
Más allá de estas cuestiones, estos comicios fueron especiales por diversos motivos. Primero, por las novedades del sistema electoral, comenzando por la supresión de las circunscripciones binominales, propias de las elecciones parlamentarias desde el comienzo de la transición, reemplazadas por un sistema proporcional que permite mayor representación de las minorías. A esto se agregan nuevas reglas de financiación de los partidos y de las campañas electorales, la posibilidad de que los chilenos residentes en el exterior puedan votar y una ley de cuotas que incide sobre la composición de las candidaturas.
Tampoco se deben olvidar los cambios introducidos en 2012, que, como recuerda Daniel Zovatto, permitieron pasar del registro voluntario y voto obligatorio al registro automático y voto voluntario. Esto generó un fuerte aumento de los niveles de abstención, registrado en las elecciones locales de 2016 y en las presidenciales y parlamentarias de 2013 y 2017. Este noviembre la participación fue solo del 45%.
Visto el actual resultado todo indica que los mayores perjudicados por la abstención fueron los candidatos de las opciones tradicionales, en desmedro de los representantes de la “nueva política”, situados en los extremos del espectro ideológico: el filo pinochetista José Antonio Kast (8%) y el filo podemita Frente Amplio (20%). De cara a la segunda vuelta una cuestión determinante es la reacción de la ciudadanía. ¿Se repetirá el bajo nivel de participación? ¿Se abstendrán en diciembre los mismos votantes que en noviembre? ¿Qué candidato sabrá movilizar más a su electorado?
Quien sea capaz de atraer el voto del centro será el próximo presidente de Chile. Aparentemente Piñera lo tiene más fácil que Alejandro Guillier. No solo porque Kast ya ha dicho que lo apoya incondicionalmente, sino también porque el Frente Amplio cobrará caro su apoyo a Guillier y porque el ideologismo y el rupturismo de la extrema izquierda le puede hacer perder mucho voto moderado, comenzando por el de la democracia cristiana.
Una de las grandes sorpresas de esta elección fue el resultado del Frente Amplio, presentado como una opción de futuro que ha llegado para quedarse. Su ascenso se presenta en paralelo al fracaso de los partidos tradicionales y muchos de sus dirigentes, surgidos de las manifestaciones estudiantiles de 2011, suelen compararse con Podemos, especialmente con el Podemos que en poco tiempo debía haber tomado el cielo por asalto.
Sin embargo, el exitismo no es buen consejero. Con el Frente Amplio podría pasar lo mismo que con su referente español, al no ser tan sólidos sus registros electorales, analizados a partir de un resultado producto de un escenario de alta abstención. Chile ha cambiado mucho en los últimos años y pese a las fuertes desigualdades sociales, su renta per capita, de lejos la más alta de América Latina, condiciona un voto tan ideologizado como el que responde a este Frente Amplio tan heterogéneo.
Finalmente se ha hablado mucho sobre el legado histórico de Michelle Bachelet. La presidenta terminó su primer ejercicio abriendo las puertas de la Moneda a Piñera. En su nuevo mandato, y a la espera de que se concrete el resultado de la segunda vuelta, su triunfo en 2013 fue posible por el surgimiento de la Nueva Mayoría, que incorporó a la Concertación de centro izquierda, no sin tensiones, y al Partido Comunista. El programa reformista de Bachelet no logró los consensos necesarios para implantase en una sociedad tan compleja como la chilena, mostrando sus limitaciones como estadista, más allá de lo justificado de sus objetivos.
La segunda vuelta de la elección presidencial, a celebrarse el 17 de diciembre, será radicalmente distinta a la recientemente celebrada. Todo puede pasar. A falta de nuevas encuestas y del debate entre ambos candidatos, parece que Piñera tiene mayores opciones. Para confirmarlo habrá que ver cómo responde el electorado y si refrenda o no una nueva alternancia entre el centro izquierda y el centro derecha en Chile como ya ocurrió en 2009.