Hay ocasiones en las que la victoria electoral de un candidato presidencial lo cambia todo, marcando un antes y un después tanto en la gestión de los asuntos internos como en la manera de proyectarse al resto del planeta. Y si las elecciones se producen en el país más grande del mundo, con más razón cabe preguntarse si la victoria de Vladímir Putin en las elecciones celebradas este pasado fin de semana supone algún cambio para Rusia. La respuesta, sin más rodeos, es un rotundo no.
No cabe esperar, en consecuencia, que vaya a modificar su deriva autoritaria, conjugando su perfil paternalista y clientelar con su voluntad represiva frente a cualquier veleidad democratizadora.
No es realmente ninguna noticia que Putin haya vencido en unos comicios en los que no existía ninguna alternativa realista de oposición a su ominoso poder. De hecho, desde su llegada al Kremlin hace ya 24 años se ha encargado escrupulosamente de eliminar toda la oposición parlamentaria hasta convertir la Duma en una simple correa de transmisión de sus dictados, dejando por el camino tanto a cualquier oligarca con tentaciones políticas, como a disidentes y críticos de todo tipo (sirva Alexéi Navalni como ejemplo más reciente). También se ha dedicado a suprimir los medios de comunicación independientes, al tiempo que ha desarrollado una potentísima maquinaria de propaganda y desinformación encargada de dulcificar su imagen y de perturbar el clima sociopolítico en muchos países. Igualmente, se ha encargado de ahogar a la sociedad civil organizada –calificando a sus principales representantes como “agentes extranjeros” y, por tanto, condenables por definición– para acallar cualquier atisbo de crítica ante la falta de bienestar y las violaciones de derechos fundamentales.
No puede sorprender con esos datos que –junto a las rentas populares que todavía guarda por ser visto como el responsable de haber sacado a Rusia del abismo en el que había caído desde el final de la URSS y de recuperar el orgullo de ser ruso– pueda ahora encarar su quinto mandato sintiéndose reforzado, con un porcentaje de voto que responde tanto a la popularidad que conserva como a la ingeniería electoral propia de regímenes autocráticos.
No cabe esperar, en consecuencia, que vaya a modificar su deriva autoritaria, conjugando su perfil paternalista y clientelar con su voluntad represiva frente a cualquier veleidad democratizadora. Por el contrario, lo previsible es que refuerce su voluntad centralizadora, cercenando aún más las competencias de los gobernadores de las distintas repúblicas de la Federación y evitando a toda costa que se intensifiquen las derivas separatistas existentes. En el terreno económico, y cuando el país ya ha adoptado plenamente un sistema de economía de guerra, tampoco se vislumbra un cambio de modelo, entendiendo que la producción de hidrocarburos y cereales, la venta de armas (cayendo al tercer lugar mundial en el último lustro, tras Estados Unidos y Francia) y, ahora, la exportación de mercenarios son las únicas palancas que puede emplear para ganar poder e influencia a escala global.
No es previsible tampoco que vaya a modificar el rumbo belicista de su acción exterior, ni en relación con Ucrania ni con el resto de escenarios que contempla en su agenda. Su obsesión por ver Rusia reconocida como una potencia global –aunque sólo lo sea en términos militares– y su marcada visión imperialista –empeñado en recobrar un espacio propio, tanto en Asia central como en Europa central y oriental– le llevará previsiblemente a insistir en su estrategia militarista. Por una parte, está dispuesto a aprovechar los errores occidentales en África para ganar peso –como ya es evidente en el Sahel con la creciente presencia del rebautizado Africa Corps–, y por otra, a reforzar aún más sus capacidades militares –ya dedica más de una tercera parte del presupuesto estatal a la defensa, lo que equivale a un 7,5% del PIB nacional– convencido de que eso le rendirá beneficios no sólo en Ucrania sino mucho más allá.
Y no será precisamente ahora cuando podamos confiar en que Putin decida transformarse en un defensor del orden internacional basado en normas –aunque tácticamente sepa aprovechar el penoso ejemplo occidental en su aplicación de una doble vara medida con lo ocurrido en Ucrania y en Gaza para presentarse como tal–, o en adalid de los derechos humanos y del Estado de derecho. En Ucrania siente que el tiempo corre a su favor –aunque el panorama actual no le garantiza un éxito rotundo– y está dispuesto a reiterar esfuerzos militares hasta que logre al menos preservar el control de Crimea y buena parte del Donbas, sin interés ninguno por implicarse a corto plazo en una negociación. En Europa buscará por todos los medios dar la vuelta a un orden continental totalmente desequilibrado en su contra y para ello no dejará de lanzar amenazas que buscan, sobre todo, disuadir a la Unión Europea-OTAN de subir la apuesta apoyando aún más a Ucrania; consciente de que, en el fondo (salvo que recurra a sus arsenales nucleares, lo que supondría un suicidio colectivo), no tiene medios para imponerse en una hipotética guerra continental no descartable, pero muy improbable.
En definitiva, más Putin, fiel a una imagen de duro que, de la simple acumulación de tantos errores en estos últimos años, va perdiendo el atractivo que un día tuvo, si no como demócrata, al menos como maestro de la estrategia mundial.
Tribunas Elcano
Iniciativa del instituto que pretende recoger los análisis realizados por expertos/as sobre temas que están dentro del ámbito de nuestra agenda de investigación. Su publicación no está sujeta a periodicidad fija, sino que irán apareciendo a medida que la actualidad o la importancia de los acontecimientos aconsejen que acudamos en busca de la interpretación que pueda proponer la amplia comunidad académica que colabora con el Real Instituto Elcano, o miembros del equipo de investigación del Instituto.