Cuatro años después Alepo ha vuelto a cambiar de manos. Si se toma en consideración que hace ya más de cinco años fue uno de los ejemplos más sobresalientes de movilización social y política contra el régimen genocida de Bashar al-Assad, cabría considerar que la ciudad ha caído. Pero si se presta atención a las celebraciones callejeras que han acompañado la entrada de las tropas gubernamentales en los barrios hasta ahora controlados por los rebeldes, habría que concluir por el contrario que ha sido liberada.
Mientras se acumulan juicios para todos los gustos sobre lo ocurrido, el hecho cierto es que el asedio y asalto final a Alepo constituye un ejemplo sintomático de todo lo peor que se ha visto en estos ya casi seis años de conflicto violento. Así, por ejemplo, rebrota con fuerza la bizantina discusión (sin que calificarla de ese modo suponga desconsideración alguna a cada una de las víctimas) sobre el número de muertos realmente registrado. Como siempre ocurre en estos casos, las cifras varían muy significativamente según las fuentes consultadas. La ONU dejó ya en 2014 de dar sus propias estimaciones (porque eso son, en definitiva), cuando se hablaba ya de más de 300.000. Algunas estimaciones actuales elevan la cifra a casi 500.000 víctimas mortales, a las que habría que sumar unos nueve millones de desplazados y alrededor de cinco millones de refugiados (de una población total estimada inicialmente en 23 millones).
Pero más allá del afán estadístico que impulsa a algunos o de la intención que mueve a otros para culpar al contrario de haber sido más mortífero, lo más relevante es entender que ese macabro balance, sea cual sea la cantidad final resultante, es el producto de una sistemática y planificada estrategia violenta contra la población civil. Todos los actores combatientes (y eso quiere decir que ninguno puede quedar exento de responsabilidad) han violado las reglas de la guerra, el Derecho Internacional y los Derechos Humanos. Todos han empleado armas (bombas de racimo, armas químicas, barriles bomba) y tácticas (torturas, ejecuciones extrajudiciales, ataque a instalaciones hospitalarias, asedio e inanición incluidos) injustificables para imponerse por la fuerza a sus enemigos. Y, desgraciadamente, todos siguen gozando de impunidad absoluta a pesar de haber obrado de esa manera.
Alepo es, asimismo, un caso vergonzante de pasividad internacional ante el drama vivido por los cientos de miles de personas atrapadas en sus barrios. Reducir la discusión al número de muertos podría dar a entender que solo a partir de una cierta cantidad tendría sentido activar una respuesta global. La cruda realidad nos muestra que a lo largo de todo el conflicto nunca ha habido voluntad política para actuar en nombre de unos principios, que siempre han quedado sepultados bajo el peso de los intereses geoestratégicos y geoeconómicos de potencias regionales (Irán, Arabia Saudí o Turquía) y globales (Rusia y Estados Unidos) que utilizan a Siria como escenario de choque por interposición.
En términos realistas, no se trata tanto de desplegar medios de combate para imponer la paz en el país como, al menos, de haber establecido un efectivo embargo de armas, una zona de exclusión aérea y una apertura de pasillos humanitarios que pudieran atender las necesidades más básicas de la población directamente afectada por los combates. En lugar de eso, tan solo hemos asistido a una secuencia de formales e insípidos comunicados de pesar e inquietud por cada nueva barbarie, de increíbles declaraciones exculpatorias y de acusaciones mutuas fundamentadas en el consabido “y tú más”.
Y lo peor es que tampoco cabe suponer que, a partir de la experiencia acumulada hasta aquí, la pauta de comportamiento vaya a cambiar sustancialmente. A estas alturas ya suena hueco cualquier “nunca más” o “hasta aquí hemos llegado”. Lo que se impone de forma bien visible es que, para quienes cuentan en el escenario internacional, Bashar al-Assad es un mal menor aceptable en la medida en que ha logrado modificar la dinámica a su favor de manera prácticamente irreversible (con Alepo ya controla las cinco principales ciudades sirias, además de la vital zona costera mediterránea). En consecuencia, sumidos en un encantamiento que produce amnesia colectiva sobre las atrocidades ordenadas por Al-Assad, se relega al olvido la pretensión de provocar su caída y se establece como prioridad la defenestración del pseudocalifato de Daesh, con Raqqa como objetivo central de una ofensiva que ya está prácticamente a punto. Y con esa idea, en un ejercicio más de cinismo, todo apunta a que también hay disposición para aceptar a las fuerzas leales al régimen como compañeros de viaje.
Llegados a ese punto, es desdichadamente insustancial si la tregua para la evacuación de civiles y rebeldes desde Alepo se bloquea o retrasa unos días. Indefectiblemente la masacre continúa con la bendición general.