Por supuesto, Abdelfatah al-Sisi no es el responsable de los graves problemas que sufre Egipto desde hace años. Él ha llegado a la presidencia hace menos de un año y ya para entonces la economía estaba prácticamente por los suelos, la situación política había entrado en barrena desde la caída de Hosni Mubarak (en febrero de 2011) y la inseguridad era bien visible en las calles de muchas ciudades y, sobre todo, en la península del Sinaí. Pero desde entonces no solo no ha remediado ni uno de esos problemas sino que ha sumado otros.
Su golpe de Estado ha supuesto una mayor radicalización del islamismo político, con la demonización de los Hermanos Musulmanes (HH MM), identificados hoy por el régimen como una organización terrorista. Como resultado de su política de fuerza hoy se contabilizan más de 2.500 muertes violentas y más de 40.000 encarcelados adicionales, en un tenso marco político que busca la erradicación de toda huella islamista y la domesticación de cualquier posible oposición política. Con ese objetivo, se está registrando asimismo un preocupante recorte de derechos y libertades que nos retrotraen a las etapas más duras de los regímenes militares que ha conocido Egipto desde su independencia en 1936, incluyendo la persecución de los homosexuales y la destrucción de miles de mezquitas independientes, en un uso de la religión con fines políticos que le lleva a liderar una revolución religiosa con el Estado como defensor de los valores tradicionales.
Una buena muestra de ello es el ensañamiento con el que el régimen está eliminando a rivales políticos, con la interesada colaboración de una judicatura alineada con los nuevos gobernantes. Ahí están para demostrarlo los centenares de condenas a muerte ya emitidas, incluyendo la del líder de los HH MM, Mohamed Badia, y la pena de 20 años de cárcel para el expresidente Mohamed Morsi (al que todavía le quedan pendientes otros juicios que pueden suponer su condena a muerte). Mientras tanto, Hosni Mubarak está a punto de verse libre de cargos y condenas, como señal inequívoca de una inquietante vuelta al pasado.
En el campo económico solo el apoyo interesado de Arabia Saudí y algunos países del Golfo (a cambio del envío de tropas a Yemen y de la voluntad de convertirse en la base principal de una hipotética fuerza armada árabe) está retrasando la debacle, sin que se vislumbren señales de cambio en un modelo basado en la corrupción y en el clientelismo. El único gesto reseñable en estos meses ha sido el recorte de los insostenibles subsidios a los precios de la energía, el combustible y los alimentos (que suponen un carga presupuestaria mayor que la suma de educación, salud e infraestructuras), lo que ha afectado ya directamente a una muy dañada paz social con una población acostumbrada al despilfarro energético (el consumo de gas natural ha aumentado un 50% desde 2005, precisamente gracias a los subsidios). Mientras tanto, no solo no se han recortado los privilegios de la casta militar sino que su papel está aumentado a ojos vista tanto en el terreno político como en el empresarial.
Ése es el Al-Sisi que ahora visita España. Ante las críticas que la invitación a un golpista pueda generar, bien pueden decir sus anfitriones que simplemente se está aceptando un hecho consumado y que otros ya han hecho gestos similares con antelación. Así, Estados Unidos ha reiniciado ya su ayuda militar (en el entorno de los 1.300 millones de dólares anuales), Francia ha cerrado una operación de venta de armas por un importe que ronda los 5.000 millones de dólares, Rusia ha hecho lo propio –tentando a El Cairo con la vuelta al alineamiento que ya existió durante buena parte de la Guerra Fría–, y en la reciente Conferencia Internacional para Desarrollo Económico de Egipto (Sharm el Sheikh, marzo de 2015), más de 1.700 inversores internacionales y representantes de organismos financieros de todo tipo comprometieron decenas de miles de millones de dólares.
A España, como a la inmensa mayoría de los gobiernos occidentales dispuestos a aceptar a Al-Sisi como un igual, lo único que le interesa es contar con un aliado que garantice la estabilidad (aunque sea manu militari) de un país clave en el mantenimiento del statu quo de Oriente Próximo, traducido en paz con Israel y libre tráfico marítimo por el Canal de Suez. Si además consigue para sus empresas alguna tajada en los ambiciosos planes del nuevo rais –sea en el terreno gasístico, turístico o de las infraestructuras (nuevo Canal de Suez incluido)– mejor que mejor. Todo lo demás –incluidos los derechos humanos, la promoción de valores democráticos, la consolidación del Estado de derecho, la lucha contra la corrupción…–, siempre puede esperar. Así lo hemos venido haciendo equivocadamente desde hace décadas, anclados en un cortoplacismo que nos impide ver que la represión de una población insatisfecha en sus necesidades básicas y la violación de sus derechos nunca podrán desembocar en ese ansiado espacio euromediterráneo de paz y prosperidad compartidas.