Desde 2011, desde las masivas manifestaciones contra el supuesto fraude electoral en las elecciones regionales de Rusia, el régimen putinista ha estado perfeccionando los mecanismos institucionales para construir un marco legal de la autocracia y preservar así el poder de Vladimir Putin y del núcleo incondicional de su gobierno. Entre estas medidas destacan especialmente la Ley de Partidos, las sanciones económicas a los participantes en las manifestaciones no autorizadas, la ley de uso de Internet (que posibilita la censura) y la ley contra los “agentes extranjeros”, es decir, contra todas las organizaciones civiles que reciban financiación extranjera.
Sin embargo, a causa de las protestas por el envenenamiento y posterior encarcelamiento del opositor Alexéi Navalni, y con la vista puesta en las elecciones generales que se celebrarán el próximo 19 de septiembre, el régimen de Putin está tomando otras medidas más autoritarias aún. Las sedes locales de los partidarios de Navalni están siendo clausuradas y sus activistas perseguidos. Su partido ha sido declarado “organización extremista”, lo que permite una “acción legal” integral contra el mismo: multas, detenciones y encarcelamiento de sus seguidores.
Los “agentes extranjeros” son un antiguo espantajo agitado por el putinismo. Lo nuevo es que su lista se está ampliando a medios de comunicación que hasta ahora han sido tolerados por el régimen. Tal lista sólo incluia originalmente a medios como Voice of America y Radio Free Europe/Radio Liberty. Ahora ha sido Meduza, la primera organización de noticias independiente sin vínculos con ningún gobierno (y ubicada en Letonia), la que ha sido definida como “agente extranjero”. Meduza ha cubierto la información sobre las manifestaciones a favor de la liberación de Navalni de un modo profesional e independiente. Pero el mero hecho de informar de una protesta de la oposición es considerado por las autoridades rusas como participación en la propia protesta, invariablemente calificada ya de “acción ilegal” por los medios de comunicación y las autoridades estatales, a pesar de que la libertad de reunión sigue siendo, aunque sólo en teoría, un derecho constitucional.
Estas iniciativas del gobierno ruso resultan sorprendentes si se tiene en cuenta que a Navalni, que para Occidente es un icono de la valentía y un símbolo de la lucha por los derechos humanos en Rusia, solo le apoya alrededor de un 2% de la población. Cabe preguntarse, pues, cuáles son los objetivos reales de las nuevas medidas.
Estas tienen una doble finalidad: controlar la rivalidad entre los partidos de la oposición y Rusia Unida (el partido del gobierno), borrando cualquier atisbo de alternativa al putinismo, y enviar un mensaje a Occidente. Lo primero supone la continuidad de la política autocrática y confirma (por si alguien albergaba dudas) que mientras mande Vladimir Putin, no habrá democratización de Rusia. Toda presión social a favor de una apertura y de un respeto mínimo de los derechos humanos será contrarrestada con respuestas autoritarias que recortarán las libertades que aún subsistan. El mensaje a Occidente, al que el Kremlin acusa de interferir en la soberanía nacional rusa apoyando a Navalni y ayudándole a organizar una “revolución de color”, es decir, un cambio de régimen desde abajo, desde la calle, es que el gobierno ruso se opondrá rotundamente a este tipo de tentativas.
Las autocracias carecen de mecanismos que regulen la alternancia pacífica en el poder político. Teniendo en cuenta que los rusos actuales aborrecen las revoluciones, cabe temer que el putinismo prolongue su agonía volviéndose cada vez más autoritario.
[Actualizado: 24/5/2021]