No es sólo una cuestión moral, que lo es, sino de protección general e incluso de geopolítica: es necesario inmunizar al mundo, al menos intentarlo, y para ello lanzar una campaña global de vacunación contra el COVID-19. Los líderes occidentales han tardado en reaccionar, pero finalmente parecen más dispuestos a ello, como ha quedado claro en la cumbre telemática del G7 el pasado viernes. No estaba garantizado. Ni ofrece todas las garantías. En todo caso, si el método es el multilateralismo, el objetivo es el universalismo de lo que se ha convertido en un bien común o colectivo.
La multiplicación y difusión de variantes del COVID-19 (SARS-CoV-2), y las dudas que planean sobre la eficacia a largo plazo de las actuales vacunas, indican que estamos ante un fenómeno global no sólo epidémico, sino que puede convertirse en endémico, sobre todo cuando, aunque las pruebas apuntan en esa dirección, no se sabe a ciencia cierta si los vacunados dejan de ser contagiosos, aunque hay más que esperanzas de que así sea.
Para normalizar –otro tipo de normalidad– la vida económica y social de todos es necesario inmunizarnos no sólo nosotros como sociedades individuales (tomando, si se quiere, la europea como una), sino al conjunto del mundo, el desarrollado, el emergente o emergido, y el que se llama en vías de desarrollo. Pues las variantes empiezan a ser numerosas y circulan con amplitud geográfica y velocidad, y obligarán a actualizar y, seguramente, a revacunar regularmente. Inmunizar no implica necesariamente vacunar a todos, pero sí a una gran parte, y que otra parte haya pasado y superado la infección. Pero la inmunización universal, a los 7.800 millones de personas del planeta, no parece que vaya a ser posible, incluso si todo el mundo quisiera vacunarse, que no es el caso, y no hay aún vacunas para los niños. Hasta ahora sólo se ha logrado erradicar una enfermedad contagiosa, la viruela, aunque hay otras que se han eliminado por regiones (como la polio).
Occidente cometió un grave error en el inicio del COVID-19, pensando que era otra epidemia que iba a quedar limitada al ámbito asiático. Y le ha azotado duramente. Ya en 2009, después de que la gripe porcina H1N1 que partió de México y alcanzó a más de 200 países, provocando al menos 18.000 muertes reconocidas, los países ricos se hicieron con la mayor parte de las vacunas, desproveyendo a los pobres. Esta vez, en 2020, se ha lanzado COVAX, la Alianza por las Vacunas (Gavi) y al ACT Accelerator, esencialmente, para comprar grandes partidas de vacunas, pruebas y tratamientos para unos 2.000 millones de personas, para suministrarlos gratuitamente a 92 países de ingresos medios y bajos que representan unos 4.000 millones. Pero las iniciativas se habían quedado cortas en presupuestos y dosis. En lo inmediato, el presidente francés, Emmanuel Macron, ha urgido a Europa y EEUU a mandar sin demora al menos un 5% –¿sólo eso?– de las vacunas a su vecindad inmediata, a África. Joe Biden, por su parte, se ha comprometido a que EEUU haga efectivo 2.000 millones de dólares este año y 4.000 millones en total en dos años, donación a la que su país había aprobado antes de su llegada a la Casa Blanca. En general, el G7 se comprometió a duplicar sus aportaciones a la lucha mundial contra el COVID-19 hasta 7.500 millones de dólares para vacunar a un 20% de los países más pobres este mismo año, con lo que el dinero disponible ascenderá a 10.300 millones de dólares, menos de la mitad del mínimo necesario. China ha acusado a Occidente de acaparar las dosis. Antonio Guterres, secretario general de la ONU, calificó la campaña de vacunación de “salvajemente desigual e injusta”, cuando dijo recientemente que 10 de los países del mundo han administrado el 75% de las vacunas y 130 países no han recibido aún una sola dosis (otros estudios rebajan esta proporción al 56%). Con todo, la cuestión, finalmente, ha entrado de lleno en la agenda global, con un problema de capacidad de producción mundial, aún más cuando hay que adaptar esa producción a los nuevos desafíos que van surgiendo.
Naturalmente, para todo gobierno, la prioridad son sus ciudadanos. Pero el resto del mundo les seguirá afectando. Lo dicen estudios académicos, como Cem Çakmakli y otros economistas. Y también responsables de organismos internacionales, que han actuado como altavoces morales que han influido, con ayuda mediática, para que los dirigentes políticos se movieran. Ngozi Okonjo-Iweala, la nueva directora de la Organización Mundial de Comercio (OMC), primera mujer africana en el cargo, ha advertido contra el “nacionalismo de las vacunas” y señalado que su primera prioridad será asegurar que la OMC va a hacer más para confrontar la pandemia. La OMC tiene algo que decir, pues su directora plantea facilitar licencias de las vacunas de fabricación a precios asequibles. Tedros Adhanom Ghebreyesus, director-general de la insuficiente Organización Mundial de la Salud (OMS) lleva meses advirtiendo que “nadie está a salvo hasta que todo el mundo esté a salvo” y que “el mundo está al borde de un fallo moral catastrófico”. No se trata sólo de una ceguera sanitaria del mundo rico, sino también económica, pues una lucha global contra la pandemia también es esencial para la recuperación económica general. No es sólo cuestión de generosidad, sino de inversión esencial. O como considera Martin Wolf, “el esfuerzo por vacunar al mundo no es únicamente una prueba de nuestra capacidad de cooperar”, sino “de nuestra capacidad de cooperación interesada, porque el mundo no puede volver a la normalidad si la pandemia no se controla en todas partes”. Para lo que, en el mejor de los casos, tardaremos no meses, sino algunos años.
Detrás de las políticas de vacunación hay, también, toda una geopolítica de las vacunas, instrumentos no sólo sanitarios sino de poder político, como se ve con China y Rusia y su Sputnik V, validada por un estudio publicado en The Lancet (de la vacuna china de Sinovac hay menos datos). Pekín y Moscú están utilizando sus vacunas como una “nueva divisa diplomática”, según la ha definido The New York Times. China habla sin remilgos de “diplomacia de las vacunas”, e incluso de una “ruta de la seda sanitaria” con cientos de millones de dosis, entregas en muy diversos países. La India, la mayor fábrica de vacunas del mundo, que también produce la de Astra/Zeneca en su Serum Institute, ha desarrollado la COVAXIN, sobre la que faltan aún datos contrastables, y la está donando a varios vecinos. Occidente se ha dado cuenta de que tenía que reaccionar. España piensa empujar en la Cumbre Iberoamericana, a celebrar en Andorra en abril, el acceso de los países de renta media, a las vacunas. En África, donde debido a la juventud de la población, la campaña de vacunación parece menos urgente, pero también necesaria para el continente y para Europa, la Unión Africana ha tomado cartas en el asunto.
Los surafricanos descubrieron, gracias a las pruebas que hicieron sus propios científicos, que la vacuna de Oxford/AstraZeneca no funcionaba suficientemente bien para su propia variante 501.V2, y pararon su uso hasta investigar más. Mientras, han acudido a las de Novavax y Johnson&Johnson, que sí han demostrado su efectividad y cuya logística (requieren menos frío) es más asequible en estos países. El campo de las vacunas ha rozado algunos aspectos raciales. En EEUU, donde también están surgiendo variantes, hay una resistencia mayor entre los afroamericanos a la vacunación. Proporcionalmente son los más infectados, probablemente también debido a su peor condición social, y van retrasadas en cuanto a vacunación. Países asiáticos, como Japón y Corea del Sur, que rechazaron las vacunas chinas, exigieron a las farmacéuticas occidentales que hicieran más pruebas con individuos asiáticos, pues las muestras manejadas hasta entonces no eran suficientemente representativas de ellos. También, por cautela, han ralentizado su vacunación masiva a la espera de los resultados en otros países, pero ya han empezado.
En todo caso, se requiere una intensa cooperación global de nuevo cuño para las vacunas y para las terapias. Ha fallado la gobernanza global. Ante un “sálvese quien pueda” inicial, al menos por regiones –la UE actuó bien, aunque gestionó mal al centralizar las compras–, el G20, pese al Plan de Acción que aprobó, no ha funcionado como debía. La cumbre virtual del G7 del pasado viernes ha servido de acicate.
Las vacunas ayudarán mucho pero el mundo habrá de adaptarse a la nueva realidad de la necesidad de cooperar y estar de una lucha constante contra este y otros tipos de virus y sus variantes. Pero ha progresado la idea de que estamos todos en un mismo barco.