A riesgo de provocar hartazgo o rechazo, definir de partida a África como un problema solo busca llamar la atención sobre la imperiosa necesidad de modificar los esquemas de relaciones que, desde la privilegiada óptica occidental, hemos ido definiendo con ese vasto continente. Visto tradicionalmente como amenaza –ligada fundamentalmente a terrorismo y flujos migratorios descontrolados–, como fuente de recursos naturales y mercado potencial (con China tomando la delantera) o como una simple casilla del tablero de competencia entre grandes potencias, África se enfrenta a problemas que hoy superan sus capacidades. Y el mantenimiento del rumbo actual, en un mundo globalizado tan interdependiente, no solo depara un panorama más preocupante para sus habitantes, sino también para quienes nos ubicamos en su vecindad.
Por supuesto, el protagonismo en la respuesta a los problemas que allí se acumulan debe ser de los propios africanos, dando sentido al tan repetido mantra de “soluciones africanas para problemas africanos”. Un lema que, en boca de los actores externos, apenas sirve para ocultar el mal disimulado desinterés de la comunidad internacional por lo que allí ocurre. Más centrados en seguir explotando sus riquezas y en establecer cordones sanitarios que traten (infructuosamente) de encapsular los conflictos y carencias que salpican su geografía, sigue siendo una asignatura pendiente asumir la corresponsabilidad que nos toca y contribuir decididamente a atender a las causas estructurales que alimentan su creciente inestabilidad y que oscurecen su futuro.
Por lo que respecta a los propios africanos es un hecho que, con la Unión Africana (UA) como referencia, todavía están lejos de contar con los mecanismos necesarios para encarar ese futuro con un mayor optimismo. No se trata tanto de que no haya liquido alguno en la botella –ahí está la puesta en marcha de la Zona de Libre Comercio Continental Africana (AfCFTA, por sus siglas en inglés) como buen ejemplo, añadido a las quince comunidades económicas regionales ya existentes–, como de que el ritmo de llenado es demasiado lento para atender los retos y desafíos que demandan los tiempos. Sea para prevenir exitosamente los procesos que conducen a la violencia, satisfacer las necesidades básicas de sus 1.300 millones de habitantes, capacitar al enorme capital humano que atesora el continente, crear las infraestructuras viarias y de comunicaciones que faciliten las relaciones humanas y económicas, erradicar la corrupción o asentar gobiernos legítimos, la sensación generalizada es que la lista de tareas pendientes supera a la de capacidades reales. Y no tanto por falta de potencialidades como por falta de voluntad para rentabilizarlas y ponerlas al servicio de una agenda común.
Por eso, visto desde la Unión Europea, lo que más destaca es la creencia de que basta con lo que estamos haciendo hasta ahora no solo para tranquilizar nuestras conciencias sobre un pasado tan trágico en el que fuimos responsables directos sino, sobre todo, para neutralizar los riesgos y amenazas que pesan sobre nuestras cabezas en el futuro inmediato. Es un hecho que África acumula ya varias décadas perdidas y que el ritmo de crecimiento económico del continente está todavía por debajo de su crecimiento demográfico. Sabemos igualmente que a mediados de este siglo la población se habrá duplicado; lo que supone un enorme reto para poder cubrir las necesidades básicas y ofrecer una vida digna a los 2.500 millones de africanos de entonces.
Y si alguien puede pensar que basta con aumentar limitadamente los fondos de ayuda al desarrollo o aumentar ligeramente los contingentes de productos africanos que pueden entrar en el mercado común –mientras se incrementan mucho más los fondos para establecer vallas y filtros que les impidan llegar hasta el territorio comunitario– es que sencillamente se ha salido de la realidad para entrar en una ensoñación absolutamente infundada. Desgraciadamente la UE –y lo mismo cabe decir de otros actores externos tanto o más poderosos– parece instalada en esa posición. Ejemplos como el escaso peso en la búsqueda de soluciones para el conflicto de Libia muestra bien a las claras la falta de ambición de unos vecinos que en ningún caso podrán escapar de las consecuencias de lo que allí ocurra.
No deja de ser chocante la reacción de Washington y Bruselas, criticando a China por su creciente relación con el continente sin establecer ningún tipo de condicionalidad en términos de derechos humanos o fomento de la democracia, como si el balance occidental en estos terrenos fuera inmaculado. Lo que, en consecuencia, se plantea como camino no ya prioritario sino radicalmente obligatorio es entender que el desarrollo propio no puede asentarse en el subdesarrollo de nuestros vecinos y que, igualmente, nuestra seguridad no puede lograrse a costa de la inseguridad de quienes nos rodean.