Mike Pompeo se resistía a firmarlo, pero Donald Trump lo deseaba y lo sigue necesitando para su campaña electoral. Por eso, aunque el propio Trump acaba de anunciar en el último momento que suspende la reunión en Camp David con los líderes talibanes y el presidente de Afganistán, sigue siendo previsible que finalmente se termine por rubricar el principio de acuerdo que el enviado especial estadounidense, Zalmay Khalilzad, anunció el pasado 2 de septiembre tras nueve rondas de negociación directa con los talibanes, desarrolladas en Doha desde octubre del pasado año. La cuestión no es, por tanto, adivinar la fecha en la que se dará ese paso protocolario (que también puede ser sustituido por un simple comunicado final conjunto), sino plantearse cómo se ha llegado hasta aquí y qué cabe esperar a continuación.
En el primer plano es bien evidente que el principal impulsor del acuerdo es el propio Trump, necesitado de presentar a sus votantes algún resultado en una errática política exterior que hasta hoy no puede presumir de ningún éxito. Camino de 18 años de implicación militar directa en suelo afgano, centenares de miles de muertos y heridos y ¡billones! de dólares malgastados, nadie puede alegar que Afganistán es hoy un país pacificado y en desarrollo. Por eso, cuando además la presión que ejercen tanto China como Rusia ha hecho girar a Washington hacia la competencia entre potencias globales por el liderazgo mundial, se explica que Trump esté ansiando retirarse militarmente del país, afanándose únicamente por aparentar que llega al acuerdo desde una posición de fuerza.
La realidad demuestra a diario que no es así. Los talibanes, que también son conscientes de que no pueden ganarle una guerra a la superpotencia militar por excelencia, han sabido en todo caso administrar inteligentemente su conocido mantra (“ustedes tienen el reloj, pero nosotros tenemos el tiempo”) hasta acabar imponiéndose como un obligado interlocutor. Desde esa posición, que le permite ningunear al gobierno de Kabul –al que solo considera un títere de Washington–, puede permitirse plantear algunas exigencias y, simultáneamente, golpear brutalmente a cualquiera que se oponga a sus designios. Aunque las cifras varían considerablemente en función de las fuentes consultadas, es un hecho que los talibanes controlan hoy buena parte del país o, al menos, están en condiciones de cortocircuitar diariamente la vida nacional gracias a su capacidad de castigo y a su efecto disuasorio sobre una población que no se siente protegida ni por EE UU ni por el gobierno del debilitado tándem Ashraf Ghani-Abdullah Abdullah.
En cuanto a lo que cabe esperar a partir del citado acuerdo el panorama es inevitablemente sombrío. En primer lugar, conviene no olvidar que los talibán no son precisamente un grupo homogéneo, con un líder sólido que pueda garantizar que todas las facciones van a acomodarse a lo acordado en Doha. Además, ni aun deseándolo fervientemente (lo que ya supone un ejercicio de autosugestión inaudito) están en condiciones de asegurar que van a lograr que el territorio afgano deje de ser usado por grupos yihadistas (con al-Qaeda y Dáesh en primera instancia). Igualmente ilusorio es suponer que, tras haberlo despreciado abiertamente y percibir la debilidad e inoperancia de sus fuerzas armadas y de seguridad, van ahora a entablar negociaciones serias con el gobierno de Kabul (ya se anuncia la celebración de una primera reunión en Oslo para este mismo septiembre). La experiencia de tantos otros casos, como el que afecta a Israel en su relación con los palestinos, enseña que empezar una negociación no siempre indica un deseo de llegar a un fin, sino que hablar puede acabar convirtiéndose en un fin en sí mismo.
Por lo que respecta a los talibanes, no hay nada en el acuerdo –del que solo se sabe a través de rumores y filtraciones– que les suponga una renuncia definitiva. De hecho, no parece que quede garantizado que terminarán los combates contra otros grupos y la comisión de atentados como el que acaba de abortar la reunión convocada por Trump, la continuación de un gobierno afín a Washington (con unas elecciones previstas para el próximo 28 de septiembre que auguran una victoria de Ghani) o el compromiso de permitir la continuación de la presencia en suelo afgano de unidades de operaciones especiales estadounidenses implicadas en la lucha contraterrorista.
Lo que sí establece de manera más clara es que Washington debe retirar en apenas 135 días a unos 5.400 efectivos desplegados hoy sobre el terreno en cinco bases. Unos efectivos a los que se suman otros 2.000 que también deben abandonar el país en no más de un año, sin que quede claro que ocurrirá con los 8.000 más que están integrados en la misión internacional que todavía lleva a cabo labores de instrucción y asesoramiento de las fuerzas afganas. Todo ello sin olvidar que la retirada de todas las tropas internacionales es una exigencia a la que los talibanes no van a renunciar fácilmente.
A partir de ahí, en un entorno económico lastrado por la corrupción y un clima político altamente sectario, las dudas se multiplican hasta el infinito. ¿Van a ser capaces las fuerzas armadas y de seguridad afganas de garantizar la seguridad del país? ¿Qué hará Washington si los talibanes no cumplen lo acordado? ¿Van los talibanes a compartir pacíficamente el poder con otros? ¿Qué repercusión tendrá el acuerdo en la actitud de Pakistán e India?