Aunque Zalmay Khalilzad –enviado especial de Washington para Afganistán desde 2018– llegue en el último minuto a evitar el esperpento, el daño ya está hecho. Hoy mismo, a horas prácticamente coincidentes y a escasos metros uno del otro, Ashraf Ghani y Abdullah han invitado a propios y extraños a las ceremonias en las que ambos se presentarán como el único presidente legítimo de Afganistán. Un cargo que, simultáneamente, también reclama para sí el líder de los talibanes, el mulá Hebatulá Ajundzada, que considera a los dos mencionados anteriormente como simples marionetas de Estados Unidos.
El tándem Ghani-Abdullah fue el resultado de un acuerdo cocinado directamente por Washington en 2014, al margen del resultado electoral, que permitió evitar el choque directo entre ambos políticos pero que nunca logró que ambos sumaran fuerzas en pro del país. Y esa situación se ha repetido tras las elecciones del pasado 28 de septiembre. Cabe recordar que, en un país de unos 35 millones de habitantes, tan solo 9,6 se registraron para poder ejercer su derecho de voto –en una muestra flagrante de desinterés por unas elecciones y unos gobernantes vistos como ajenos a la realidad del país e impotentes para encarar una mínima senda de desarrollo y estabilidad que saque a Afganistán del pozo en el que lleva hundido al menos desde 1979. Finalmente, argumentando distintas irregularidades, solo se tomaron en cuenta 1,8 millones de los 2,7 emitidos; lo que habla sobradamente de la escasa representatividad de quienes ahora reclaman el poder en Kabul. Aun así, hubo que esperar al 18 de febrero para que la Comisión Electoral Independiente terminara por proclamar la victoria de Ghani (con un 50,64% de los votos), inmediatamente contestada por Abdullah (quien habría recibido el 39,52%).
Y todo eso ocurre a dos días del inicio de las conversaciones intra afganas, también recogidas en el acuerdo del pasado 29 de febrero en Doha, firmado entre Estados Unidos y esos mismos talibanes que en su origen (primeros años noventa) fueron bienvenidos para intentar pacificar el país años después de la retirada soviética, luego (11-S) demonizados por su alianza con al-Qaeda y ahora nuevamente admitidos como interlocutores válidos. Suficientemente clarificador resulta el hecho de que, tras la firma, el propio presidente Donald Trump haya mantenido una conversación telefónica con el mulá Abdul Ghani Baradar, el mismo que Washington detuvo en 2010 y que ahora acaba de firmar el acuerdo con Khalilzad.
Un acuerdo, que arranca con un cese de hostilidades incumplido desde el primer minuto, con el que Trump trata de ocultar una derrota sin paliativos en una guerra cuyo inicio se remonta a octubre de 2001, en la que se ha despilfarrado más de un billón de dólares, han muerto más de 100.000 civiles solo en la última década y más de 3.500 militares de ejércitos extranjeros (de ellos unos 2.500 estadounidenses). Una guerra que en buena medida da la razón al comandante talibán que sostenía ante sus interlocutores occidentales que “ustedes tienen el reloj, pero nosotros tenemos el tiempo”. Por eso ahora, mientras los talibanes se aprestan a quedarse con buena parte de la tarta del poder (si no con toda ella), Washington se compromete a retirar sus tropas en 14 meses (5.000 en los próximos 135 días y los 8.000 restantes antes de que se cumpla ese plazo), sin que quede claro si los talibanes le permitirán mantener algún contingente en misiones contraterroristas (al-Qaeda y Dáesh son realidades bien notorias, como lo demuestra el atentado que ha causado una treintena de muertos en un acto al que asistía Abdullah, apenas una semana después de la firma del acuerdo).
Siendo realistas resulta una pura ensoñación suponer que, por su parte, los talibanes van a esforzarse por evitar, en el territorio bajo su dominio, que los yihadistas puedan moverse a sus anchas. Y esto no solo porque hasta ahora sus vínculos se han reforzado de tal manera que, aun deseándolo, resulte muy difícil romperlos e imponerse por la fuerza a sus antiguos aliados; sino también porque existen muchas dudas sobre la capacidad que tiene hoy Ajundzada para imponer su voz entre sus diferentes y no siempre bien avenidos comandantes locales. Lo mismo cabe decir de la previsión de proceder a la liberación de unos 1.000 prisioneros que tienen en sus manos, a cambio de que el gobierno afgano haga lo propio con unos 5.000 miembros del movimiento yihadista (el presidente Ghani, razonablemente despechado por no haber podido ni siquiera participar en un proceso de negociación en el que se han tomado decisiones que le incumben muy directamente, ya se ha apresurado a mostrar su rechazo a abrirles las puertas).
En definitiva, el acuerdo le sirve a Trump en clave electoral, saliendo de lo que él mismo denomina “guerras sin sentido”, aunque eso signifique dejar el país a su suerte. También les sirve a los talibanes, al verse legitimados por Washington y, sobre todo, al ver más cerca el momento en el que puedan volver a reinar en Afganistán. Por el contrario, es obvio que no les sirve a los afganos, cuyo bienestar, seguridad y derechos va a empeorar a buen seguro, aunque solo sea en la medida en que la fragmentación que define al ya mencionado dúo Ghani-Abdullah debilitará aún más la posición que quien finalmente logre ser reconocido como presidente en las conversaciones/negociaciones que previsiblemente empiezan ahora.