Al mismo tiempo que un terremoto bélico se registraba en Palestina, hundiendo aún más las mínimas posibilidades de paz en la zona, Afganistán ha sufrido un seísmo geológico que visibiliza nuevamente el abismo en el que está sumido el país. Sería tentador decir que esa brutal caída es consecuencia directa del régimen talibán que rige los destinos del país desde Kabul; pero la realidad es que resulta imposible fijar la fecha en la que comenzó a precipitarse por esa senda de subdesarrollo, inestabilidad y violencia. En todo caso, es obvio que la vuelta de los talibanes al poder ha intensificado aún más la sensación de que no hay futuro para ese país.
El terremoto, producido el pasado día 7 de octubre y con una magnitud de 6,3, ha castigado especialmente la provincia noroccidental de Herat. Las estimaciones provisionales hablan de más de 2.400 muertos y otros tantos heridos en distintas localidades rurales. Y al igual que ocurrió en junio del pasado año –cuando se registró otro terremoto de magnitud 6,2 en el sureste del país, con un balance similar en víctimas mortales y heridos– ha vuelto a quedar de manifiesto no sólo la extrema vulnerabilidad de un territorio situado en una zona tectónicamente muy inestable, sino también la incapacidad del gobierno para responder a la catástrofe.
Por una parte, el integrista régimen talibán no se distingue precisamente por su operatividad, lastrado por un fuerte sesgo ideológico que aspira al control absoluto de la vida de quienes habitan el país y una notable falta de conocimiento técnico en materia de gestión pública. A eso se le añade un generalizado rechazo internacional (al menos formalmente) a las nuevas autoridades afganas, lo que se ha traducido en una drástica reducción de la ayuda internacional y de la presencia de actores gubernamentales, agencias de cooperación y organizaciones de la sociedad civil, vitales hasta entonces para evitar al menos el colapso de los sistemas de sanidad, educación y otros servicios básicos.
Desde aquel infausto 15 de agosto de 2021 años se ha producido una generalizada desaparición de Afganistán de la agenda mediática y política. Y eso no es sólo la consecuencia de la visión cortoplacista ya habitual en nuestros días y de la fijación generalizada en la guerra en Ucrania, sino también del interés de algunos actores, con Estados Unidos (EEUU) en cabeza, por olvidar lo que allí ocurre, como si no fuera necesario asumir las consecuencias de tantos errores cometidos y como si todo hubiera vuelto a la normalidad.
Evidentemente, la realidad es muy distinta en el nuevamente renombrado Emirato Islámico de Afganistán. La imposibilidad de contar con datos fiables sobre su situación socioeconómica, política y de seguridad no evita la percepción generalizada de que Afganistán sufre una profunda crisis en todos los ámbitos. Sirva como ejemplo que las mujeres –la mitad de sus 40 millones de habitantes– han vuelto a quedar fuera de la vida pública, obligadas nuevamente a cubrirse con el burka cuando se atrevan a salir de sus casas, bajo la amenaza de que su pariente más cercano será detenido o despedido (si es un funcionario) en caso de incumplimiento. Las niñas, por su parte, han sido expulsadas de las escuelas a partir del sexto grado.
Políticamente nunca se ha materializado la promesa inicial de constituir un gobierno inclusivo y representativo de todas las identidades afganas, dado que los hombres de la etnia pastún han copado prácticamente el gabinete ministerial. Y en el terreno económico la situación es igualmente dramática. Para hacerse una mínima idea, basta con recordar que antes de la llegada al poder de los talibanes ya el 70% del presupuesto nacional y el 75% de asistencia sanitaria eran cubiertos por la ayuda exterior y que hoy, más allá del cultivo de la amapola opiácea, el país no cuenta con ningún activo económico propio que permita encarar un proceso de desarrollo que alivie sus gravísimos problemas. Problemas a los que se añade el efecto de la pandemia del COVID-19 y una sequía alarmante.
A todo ello se suma una situación de creciente inseguridad, con ramificaciones tanto internas como externas, en las que se repiten a diario violaciones de los derechos humanos. En las primeras se encuadran las movilizaciones y protestas de colectivos ciudadanos que se sienten absolutamente desamparados y que, aun así, se atreven a exponerse a la represión violenta del régimen. Mientras tanto, se ha ido diluyendo la posibilidad de que una reactivada Alianza del Norte sea capaz de plantear un verdadero desafío al régimen. Y tampoco parece que los diferentes grupos yihadistas aún activos, como Wilayat Khorasan, filial local de Estado Islámico, y otros que se mueven a caballo de las fronteras del norte con Tayikistán, Uzbekistán y hasta China puedan ir más allá de golpes puntuales.
En definitiva, volviendo la vista a las capitales occidentales, lo que queda de manifiesto, una vez más, es que nunca se movilizaron en auxilio de la población afgana, sino por su propio interés, siguiendo dócilmente a EEUU en una aventura militarista que se ha saldado con un sonoro fracaso.
Hoy no hay ninguna voluntad por intervenir en Afganistán para liberar a la población de un régimen tan condenable como el talibán. De ahí que si el mulá Hibatullah Akhundzada y sus huestes son capaces de mantener amedrentada a su población y consiguen que el suelo afgano no vuelva a ser un santuario yihadista que pueda amenazar a la región o al resto del mundo, cabe imaginar que la comunidad internacional terminará por aceptar su presencia por tiempo indefinido.