El 6 de julio, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) de EEUU publicó nuevas directrices para los estudiantes internacionales en el país: instaba a aquellos que estuvieran matriculados en universidades que ofrecieran exclusivamente clases en línea a partir de otoño –Harvard y MIT lo habían anunciado– a apuntarse a clases presenciales o a abandonar el país por las buenas o por las malas. Antes de la COVID-19, los estudiantes extranjeros solo podían estar matriculados en una única asignatura en línea –un requisito para evitar cualquier tipo de fraude–. Pero tras la rápida transición a las clases online a mediados de marzo por el brote del coronavirus, las autoridades de inmigración establecieron una exención temporal para permitir a los estudiantes extranjeros que continuaran sus cursos exclusivamente en línea, manteniendo por lo tanto su estatus legal. Lo que el ICE anunciaba ahora era el final de dicha exención. Inmediatamente políticos, académicos y las grandes tecnológicas se posicionaron en contra de la medida. La presión parece haber surtido efecto, y en la primera vista preliminar de una de las múltiples denuncias presentadas contra las nuevas directrices, la Administración Trump dio marcha atrás. Hay quien no descarta que pueda volver a intentarlo.
Durante 10 días el pánico se apoderó del millón de estudiantes internacionales que están en EEUU –número que se supera por cuarto año consecutivo– y los miles que esperan ir en el próximo otoño. Había miedo a cómo abandonar el país con las dificultades y restricciones que hay para viajar; dudas sobre cómo seguir las clases desde países con pocos medios para conectarse, o con diferentes zonas horarias; e incertidumbre ante la idea de transferirse a otra universidad para quedarse en EEUU, pero quizás perdiendo créditos o teniendo que ir a otra universidad menos deseada.
Pero, ¿qué hay detrás de esta controvertida decisión? Por un lado, la reapertura de las escuelas y universidades se ha convertido en protagonista del debate político en EEUU, con las cifras de contagiados creciendo, con críticas a la pésima gestión de la pandemia por parte del gobierno, y en el contexto de unas elecciones presidenciales que deberán celebrarse en noviembre. La vuelta a los centros educativos es imprescindible para Trump, pues supondría retomar con fuerza la actividad económica. Este paso era por tanto un pulso para forzar a las universidades a reabrir los campus el próximo curso. Si no lo hacían, perderían a sus estudiantes internacionales y a una de sus principales fuentes de ingresos.
Pero hay más razones. Poco después del anuncio de las nuevas medidas, el presidente estadounidense tuiteó lo siguiente:
https://twitter.com/realDonaldTrump/status/1281616586273468416
Y añadió posteriormente que había pedido al Departamento del Tesoro revisar las exenciones fiscales de las que se benefician las universidades, subiendo el tono de los ataques. Los debates y las tensiones sobre el “progresismo” en los campus universitarios no es una novedad en la política norteamericana, y durante décadas los conservadores, desde dentro y fuera de la academia, se han quejado del sesgo liberal en la educación superior. Hoy en día, en el entorno de Trump figuras como Peter Thiel y Stephen Miller amplifican dicho discurso. El propio Trump ha repetido en más de una ocasión que las universidades son bastiones del liberalismo que reprimen las ideas conservadoras, y en marzo de 2019 usó este argumento para sacar adelante una orden que deja sin fondos federales, entre ellos los de investigación y desarrollo, a las universidades que no protejan la libertad de expresión.
El anuncio del ICE encaja, por tanto, en esta “guerra” contra las universidades. Históricamente, los votantes “blancos” con educación superior han sido una parte importante de la base republicana, apoyando mayoritariamente a sus candidatos, desde Eisenhower hasta Romney. Pero en 2016 todo cambió, con Hillary Clinton arrebatando la mayoría de los votos de este grupo frente a Donald Trump (55% frente al 38%). Ya con Trump en la Casa Blanca, se ha asistido a un paulatino cambio de actitud de los republicanos que, de forma creciente, se han alineado en contra de las instituciones de educación superior, mientras que las diferencias y divergencias entre los votantes de Trump y los votantes universitarios ha ido aumentando abrumadoramente. Según una reciente encuesta, Joe Biden aventaja en 28 puntos al actual presidente entre este grupo de votantes.
Por último, la decisión del ICE también se alinea con la retórica anti-inmigración de la Administración Trump (pensemos de nuevo en la figura de Stephen Miller). Es, por tanto, un último esfuerzo para continuar ralentizando el flujo migratorio hacia EEUU. No olvidemos la descabellada idea de construir el muro con México, la suspensión del proceso de asilo y los intentos por bloquear la entrada a personas con permiso de residencia (los poseedores de las denominadas green cards). En junio de este año, una orden ejecutiva amplió la congelación de nuevos permisos de residencia hasta finales de año y prohibió la concesión de visados a ciertas categorías de trabajadores extranjeros hasta el 2021, entre ellos empleados de la industria tecnológica e investigadores. Y Voice of America, el servicio de radio y televisión internacional del gobierno de EEUU, no ampliará al parecer las visas a los periodistas extranjeros que trabajan con ellos. Todos estos esfuerzos a lo largo de estos años por frenar la inmigración –regular e irregular– han impactado en el número de matrículas de los estudiantes internacionales, que desde 2016 están descendiendo.
EEUU sigue contando con las mejores universidades del mundo y éstas son un importante componente del poder blando de EEUU. Aquellos estudiantes extranjeros que después de la “experiencia americana” regresan a casa, vuelven familiarizados con los valores, la cultura y la lengua estadounidense y muchos de ellos asumen puestos de liderazgo tanto en el sector público como en el privado. En 2019, 62 líderes mundiales de 55 países estudiaron en universidades estadounidenses, lo que da una idea de la magnitud.
“Let us, by all means, have the maximum cultural exchange”, dijo George F. Kennan –padre de la política de contención de EEUU durante la Guerra Fría– con la idea de que, de esa manera, pudieran combatir las impresiones negativas sobre EEUU. Y Joseph Nye ha afirmado recientemente que si se logra tener un impacto en las tres cuartas partes de ese millón de estudiantes, éstos tendrán una imagen diferente de EEUU que si miraran al país desde la distancia.
No sólo es una cuestión de mejorar la imagen de EEUU. Los estudiantes internacionales también inyectan energía a la economía estadounidenses. E incluso ayudan a su balanza comercial, ya que supone el 5% de total de sector exportador. Ese millón de estudiantes ha contribuido con 41.000 millones de dólares en 2019 a la economía del país (gastos en matrícula, alojamiento, comida, servicios de salud) y se estima que, por cada siete estudiantes internacionales, se crean tres puestos de trabajo. Pero además de ir a aprender, muchos se quedan a enseñar, o crean compañías y desarrollan tecnologías nuevas. En 2018, el 55% de las startups estadounidenses con un valor superior a los 1.000 millones de dólares han sido fundadas o co-fundadas por personas que no han nacido en EEUU, muchas de las cuales llegaron allí para estudiar. De hecho, son mayoría los estudiantes extranjeros que se gradúan en ingeniería informática en EEUU por encima de los nacidos en el propio país. Y un 40% de los ganadores de un Premio Nobel, ya sean de química, física o medicina, nacieron fuera de tierras estadounidenses. Por lo tanto ciencia, emprendimiento e innovación están íntimamente ligados a la inmigración y a los estudiantes internacionales. Prescindir de ellos cuando el objetivo de EEUU es fortalecer el dominio del país en tecnología e innovación frente a los rápidos avances de China es pegarse un tiro en el pie.
Además de inyectar talento y diferentes perspectivas, estos estudiantes también aportan diversidad a los campus y acercan a los estadounidenses a la realidad que existe fuera de sus fronteras, no menos importante. Pero la retórica de la Casa Blanca y las crecientes dificultades ha llevado a que el número de estudiantes que se matriculan por primera vez en instituciones estadounidenses haya bajado un 0,9%, siguiendo la tendencia descendiente desde que Trump llegó a la Casa Blanca. Ante el mensaje de que no son bienvenidos, y de que su salud no es importante para alcanzar cualquier objetivo político y económico, muchos estudiantes ya están buscando nuevas alternativas. Y Canadá, Reino Unido y Australia empiezan a posicionarse como mejores destinos.