Algunos creen ver en curso una balcanización de la UE, mas quizás la regionalización de Europa sea algo positivo que conjugue unidad y diversidad. Matthew Karnitschnig en Politico recientemente alertaba ante lo que llamaba la “UEgoslavización”, acelerada por el Brexit. Sin embargo, en una Unión de 28 (o 27 sin el Reino Unido) Estados muy diferentes entre sí, parece no sólo inevitable, sino incluso recomendable estas agrupaciones entre afines, siempre que haya una importante base común (mercado interior, política comercial, competencia, políticas de cohesión, una mínima política social común, algunos elementos de política común exterior y de seguridad común, los estándares democráticos, la ciudadanía europea, etc., y un proyecto común ilusionante que ahora falta). Y se base en una solidaridad general, y no en una confrontación entre Norte y Sur, o Este y Oeste, deudores y acreedores o los de superávit comercial frente a los deficitarios, por citar algunas dimensiones. Es parte de la complejidad de esta Unión, en parte acomplejada porque no ha llegado a ser unos Estados Unidos de Europa al fracasar como federación. Pero que ha logrado mucho.
El tamaño y la diversidad de una UE que no ha parado de ampliarse en geografía y funciones, requiere una mayor flexibilidad. En su funcionamiento, por ejemplo, con las cooperaciones reforzadas u otros mecanismos como el que ha llevado a la Europa de Schengen, que desborda la UE con Suiza y Noruega, pero sin el Reino Unido e Irlanda, y aunque sea un sistema hoy en entredicho por algunos eurófobos. Pero la Europa de la defensa, como otras “nuevas Europas”, no se logrará a 27, sino entre los que quieran y puedan.
Hay otras dimensiones, pero la geográfica importa y favorece afinidades. No hay que temerlas. En el trasfondo de su Meditación de Europa (originalmente una conferencia en Berlín en 1949), como en La Rebelión de la Masas, donde ya en 1929-1930 aborda el tema, Ortega y Gasset estaba pensando en la Europa carolingia, y de ahí (además de porque están en el origen de tres guerras –1870, 1914-1918 y 1939-1945–) la importancia del llamado eje franco-alemán, que hoy ya no es lo que era, aunque sigue siendo necesario pero no suficiente para impulsar la nueva etapa a la que se enfrenta la UE.
Ya no estamos en la Europa carolingia. A lo largo de su historia, han surgido subgrupos regionales en la hoy UE. En primer lugar, el Benelux, entre Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo, una unión que se mantiene, pero cuya visión de Europa ya no es coherente ante las diferencias que han aparecido con los Países Bajos, que han perdido en europeísmo.
Para esa unión se diseñó en el origen de la hoy UE la llamada “cláusula Benelux” (ahora art.350 del Tratado de Funcionamiento) que permite asociaciones regionales siempre que sus objetivos vayan más allá de los de la Unión. Si bien se generan paradojas: Luxemburgo no tenía banco central (actuaba como tal el belga) y lo tuvo que crear para estar en el euro.
Claro que también la estructura interna de Bélgica se ha convertido en un problema para Europa, como se ha visto con el Parlamento y el ministro-presidente de la región de Valonia, el socialista Paul Magnette, cuya posición está paralizando el acuerdo CETA entre la UE y Canadá. Ni siquiera el Consejo Europeo ha podido torcerle el brazo, dados los poderes que tiene conferida la región en una Bélgica que se ha ido convirtiendo de federación en cuasi-confederación. Aunque conviene recordar que el Gobierno federal alemán tuvo que consultar a los Estados federados, los Länder, sobre este tratado. Pero la Europa en regiones, la aparición de agrupaciones, entre países de Europa, no es lo mismo que el regionalismo interno de los Estados, perfectamente comprensible y razonable, pero que llevado a extremos como el de Valonia puede paralizar una UE de por sí ya sumamente compleja. Son dimensiones muy distintas, aunque coincida una cierta terminología.
Hay otras agrupaciones regionales, formales o informales en la UE. Entre el Reino Unido e Irlanda (que se verá afectada por el Brexit); entre los países del llamado Grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, la República Checa y Eslovaquia), ahora con una posición más euroescéptica y fuera del euro; Francia, Alemania y Polonia forman el Triángulo de Weimar con cumbres regulares; y los países nórdicos, incluida Noruega e Islandia –fuera de la UE mientras Dinamarca, Finlandia (ésta en el euro) y Suecia sí son Estados miembros– se coordinan constantemente y cuentan con un Consejo Nórdico; incluso para apoyar a los Bálticos, que forman otro grupo claro. De la reunión en septiembre en Atenas de Grecia, Italia, Francia, España y Portugal, salió un Foro, un UEMed, aunque los países del Sur se resisten a reconocerse como tales, pese a que tendría utilidad en esta reconfiguración. Por otra parte, es China la que convoca de tiempo en tiempo a los países del Este de la UE.
Más diversidad requiere más flexibilidad. Y, sobre todo, más solidaridad, hacia dentro y hacia fuera. Y esta falla a veces, como con el reparto de los refugiados. Pero España y otros –en el seno de la OTAN– mandan aviones a patrullar el espacio aéreo báltico, como los del Norte deben preocuparse mucho más de los riesgos y amenazas que vienen del Sur, por solidaridad y porque acaban afectándoles.
Es verdad que así es más difícil alcanzar grandes consensos. Pero esta es una Europa mucho más compleja que la de los Seis iniciales. Para la estudiosa norteamericana Anne Marie Slaughter, la UE debería verse como “el líder mundial en la creación de una nueva forma política: un orden cooperativo regional que ofrece unidad y flexibilidad, un organismo que puede actuar simultáneamente junto y por separado”.
E pluribus unum (unidad en la diversidad) decía uno de los lemas de EEUU que figuró en los primeros billetes de dólar y que la UE no sólo debería haber hecho suyo, sino haberlo entendido y practicarlo a su manera.