Publica El País el 30 de octubre una tribuna de opinión sobre las causas económicas de las migraciones escrita por una persona influyente, el economista principal del Grupo de Investigación sobre el Desarrollo del Banco Mundial, Branko Milanovi?. El artículo es un resumen de un texto más largo que parte de un diagnóstico sobre el crecimiento de las desigualdades entre países, medidas a partir del PIB per capita y de los salarios, para explicar que las migraciones son básicamente el resultado de esa desigualdad. Los habitantes de los países pobres conocen ahora mucho mejor que antes cómo se vive en los ricos mientras que a la vez el coste del desplazamiento se ha reducido sustancialmente.
Hasta aquí nada que objetar. Pero Milanovi? extrae de su análisis una conclusión discutible, la de que los países ricos deben permitir una inmigración mucho más amplia para reducir la pobreza y la desigualdad en el mundo. Es cierto que, como explica el autor en su texto más largo, los pobres de los países pobres se convertirían automáticamente en más ricos al emigrar al “Primer Mundo”, especialmente si tenemos en cuenta los bienes colectivos públicos que se disfruta en ellos (seguridad física, sanidad, educación, servicios sociales). Pero, ¿podría sostenerse el modelo social de estos países en un escenario de puertas abiertas a la inmigración? ¿Qué efecto tendría sobre los niveles salariales de los trabajadores autóctonos o sobre la desigualdad interna o sobre los conflictos sociales en los países desarrollados? El llamado “Estado de Bienestar” es el resultado de una larga historia de presiones, tensiones y compromisos entre los diferentes grupos sociales de cada Estado-nación que han dado forma a un conjunto de derechos sociales. ¿Es compatible la existencia de esos derechos con una política de puertas abiertas y por tanto de crecimiento continuo del número y la variedad de individuos que pueden ser titulares de ellos?
Milanovi? concluye su artículo diciendo: “Si los factores de producción tienen libertad de movimiento, los trabajadores deben tenerla también”. Pero olvida una diferencia clave: ni el capital ni los bienes de producción tienen derechos, sólo los individuos los tienen. Y el ejercicio de esos derechos cuesta dinero al Estado y por tanto a la sociedad en conjunto. Frente a esto, los países ricos se enfrentan a la disyuntiva de o bien resistir la presión migratoria que les llega para aceptar sólo la que se ven capaces de integrar, o bien recibir a todos los inmigrantes que llaman a sus puertas pero reducir sus derechos. Ningún Estado democrático aceptaría la segunda opción, de modo que sólo queda la primera. Milanovic se equivoca, por otra parte, al decir que la estrategia defensiva, la que siguen todos los países ricos fronterizos con países pobres “no logra más que una leve reducción del número de inmigrantes”. Esto no es cierto, sólo hay que imaginar cuántas personas procedentes de cualquier parte del mundo emigrarían a EEUU o a la Unión Europea si no existieran esos controles fronterizos.
Finalmente, el artículo de Milanovi? reflexiona sobre la conveniencia de apartarnos del “nacionalismo metodológico” (la perspectiva basada en los intereses nacionales) en esta época de globalización, pero la nación-Estado y sus solidaridades internas son todavía el principal mecanismo de defensa de los individuos frente a la ola globalizadora que tiende a homogeneizar salarios, derechos sociales y bienestar, reduciéndolos en los países ricos. Hay que construir mecanismos eficaces de gobernanza de la globalización, pero, mientras éstos no existan, acogerse al “nacionalismo metodológico” seguirá siendo la opción preferida en los países desarrollados, y por tanto los intereses nacionales (y no la reducción de la pobreza en el mundo) continuarán siendo el principal criterio que guiará las políticas migratorias.