Si una cosa parecía clara es que el Brexit era una tautología. Vale, esta formulación de por sí no decía mucho, pero el consenso que se articuló desde muy pronto sobre la formula utilizada por la primera ministra Theresa May (“Brexit means Brexit”) era que se había de respetar el resultado del referéndum de junio de 2016 y, por tanto, salir lo antes posible de la UE. Tras la activación del artículo 50 del Tratado de la Unión Europea la salida se produciría indefectiblemente el 29 de marzo de 2019 a las 23:00 (hora británica).
¿Indefectiblemente?
Pues a lo mejor no. Cada día que pasa la situación en el Reino Unido se complica un poco más. En las últimas semanas hemos vivido (entre otras cosas) una previa dramática de Consejo Europeo (que España amenazó reiteradamente con bloquear si no se atendían sus peticiones sobre Gibraltar), una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que daba la llave al Reino Unido de revocar de manera unilateral su intención de salir de la UE, el aplazamiento del meaningful vote del Parlamento británico una vez que la primera ministra constató la imposibilidad de vencer la votación sobre su acuerdo con la UE, un voto de confianza articulado por los Tories contra la propia Theresa May (superado de manera satisfactoria, tras anunciar que no se volvería a presentar a las elecciones en 2022) y un portazo de los restantes 27 a la petición de May de lograr concesiones en relación con el backstop irlandés.
El paisaje es, por tanto, complicado. Nos encontramos a apenas tres meses de que se consuma el divorcio, pero hoy no podemos ni siquiera asegurar que éste se vaya a llevar a cabo. Las voces a favor de un People’s Vote (segundo referéndum, con otras palabras) cada vez son más frecuentes, como consecuencia principalmente de la desunión de los brexiteers acerca del tipo de Brexit que quieren (casi lo único que les une es el desprecio al que propone Theresa May). Asimismo, la ya citada sentencia del TJUE ha ayudado a abrir una rendija en la ventana de los remainers, al aclarar que el Reino Unido podrá revocar unilateralmente la intención de salir de la UE hasta el 29 de marzo e, incluso, más tarde, si se produce una extensión del artículo 50. Esto último es clave, pues la única manera de que se anulase la marcha británica sería a partir de la existencia de un gobierno y parlamento que apoyase esta posibilidad, y esto es imposible en el presente contexto. Haría falta que unas nuevas elecciones produjesen un resultado favorable a un segundo referéndum. Y, en su caso, celebrarlo. Todo eso lleva tiempo, pero se podría producir.
Ante la citada posibilidad, cabe preguntarse lo siguiente: ¿sería deseable que el Reino Unido no se marchase?
En términos prácticos y económicos qué duda cabe de que se trataría de la opción óptima, pues permitiría seguir con la situación actual y evitaría, por tanto, toda la incertidumbre que lleva consigo el Brexit. Sin embargo, no todo se debe ver desde ese prisma, tal y como ha demostrado la dinámica de la negociación entre los 27 y los británicos. La unidad de la UE en este dossier (y a diferencia de muchos otros) ha sido inquebrantable, dando una buena muestra de lo que puede hacer si cierra filas. La no salida británica podría generar al menos dos dinámicas negativas a tener muy en cuenta. Por un lado, una mayor división dentro de la sociedad británica, claramente partida en dos y con una de las mitades sintiéndose traicionada por las élites. Esto podría conllevar manifestaciones contra Bruselas y desestabilización interna y externa; por otro, y como corolario de lo anterior, una actuación dentro de la UE por parte del Reino Unido no especialmente favorable a seguir construyendo Europa.
Existe otra alternativa asimismo factible, no obstante: la reincorporación inmediata del Reino Unido al proyecto comunitario (una vez se haya hecho efectiva la marcha), vía artículo 49 del Tratado de la UE. Desde el principio muchos han argumentado que la salida británica de la UE no tenía por qué ser algo para siempre. Respetando el resultado del referéndum se produciría la salida el 29 de marzo, fecha en la que además comenzaría el periodo transitorio. A lo largo de dicho periodo habría de negociarse la relación futura entre la UE y el Reino Unido. Si hoy en día no está claro ni siquiera si el Reino Unido saldrá o no de la UE y el tipo de salida si ésta finalmente se efectúa, menos claro aún es cómo se articulará la relación con la UE a partir de la finalización del periodo transitorio.
En el caso de producirse un nuevo deadlock en el parlamento británico, se podría plantear la vuelta a la UE, disponiendo siempre del consentimiento previo por parte de la ciudadanía (vía plebiscito). Si bien es cierto que no existe una solución ideal, este escenario cuenta con algunas ventajas: 1) nadie podría negar que se habría respetado la voluntad del pueblo británico demostrada en el referéndum de 2016; 2) al mismo tiempo, la vuelta a la UE tendría toda la legitimidad posible, al ser apoyada por los británicos en un nuevo plebiscito; 3) la reincorporación se haría efectiva antes de que finalizase el periodo transitorio, con lo que los británicos no se habrían desconectado ni económica ni regulatoriamente de la Unión Europea; 4) los efectos negativos de haber salido de la UE y no haber podido influir en las políticas comunitarias durante el periodo transitorio podrían implicar una mayor comprensión y aceptación (e idealmente liderazgo) del proyecto político comunitario por parte del Reino Unido.