Visto desde Occidente, lo que más puede sorprender de la nueva victoria electoral de Vladimir Putin, a pesar del desgaste acumulado desde su llegada a la presidencia en 2000, es el alto número de rusos que se han acercado a las urnas. Su permanencia en el Kremlin hasta 2024 se daba ya por segura de antemano, tras haberse librado a su manera de posibles competidores que pudieran hacerle sombra y de haber logrado un férreo control sobre los medios de comunicación y las redes sociales. Pero, visto desde la infinitud del país más grande del planeta, parece claro que esos factores negativos se han visto sobradamente compensados por otros que, en resumen, han hecho de la mejora del bienestar y del orgullo nacional sinónimos de Putin. Buena parte de los 145 millones rusos todavía lo identifican como el responsable directo de haber frenado la caída en el abismo producida por la implosión soviética en 1991, de haber enderezado la economía nacional (aunque en realidad le deba mucho al incremento de los precios de los hidrocarburos) y de haber devuelto a Rusia la condición de potencia global y de interlocutor imprescindible en los asuntos mundiales.
Visto así, no parece que la eliminación de adversarios –sean oligarcas que se resisten a entrar en vereda, opositores expulsados de la arena política o espías de diferente condición– le haya pasado factura apreciable. Antes bien, y en paralelo a lo que Xi Jinping acaba de oficializar en China, a sus 65 años Putin ha logrado consolidar la recentralización de todo el poder en sus manos, preparándose para hacer frente a las dinámicas separatistas que afectan desde hace tiempo a algunas de las repúblicas rusas y para preparar con tiempo su futura sucesión.
Con los datos publicados por la Comisión Electoral Central hay que admitir que su estrategia electoral 70/70 (referida al nivel de participación y al porcentaje de votos a su favor) ha resultado exitosa, al lograr un 67,4% y un 76,66% respectivamente. Eso significa que su impronta crecientemente autoritaria y la mala situación económica (con un crecimiento por debajo del 2% a finales de 2017 tras dos años de crecimiento negativo) todavía no afectan a su alta popularidad. Del mismo modo, menos aún ha pesado en su contra la notoria implicación y hasta el aventurerismo en variados escenarios fuera de las fronteras, empezando por Ucrania, pero con apuntes que llevan hasta Siria, Libia, Egipto, Turquía y más allá.
En todo caso, más allá de la imagen de vencedor que ahora transmite, Putin sabe mejor que nadie que Rusia tiene hoy los pies de barro. No solo no ha logrado romper el frente internacional empeñado en mantener unas sanciones que, sin ser insoportables, son cada vez más dolorosas. Tampoco ha conseguido diversificar adecuadamente la economía nacional para hacerla menos dependiente de los precios de unas materias primas energéticas cuyos precios no puede controlar. Asimismo, sabe que en esas condiciones, mientras ya se registra una caída demográfica neta, no podrá mantener ni los niveles de crecimiento económico que necesita para comprar la paz social rusa, ni el ritmo de modernización de sus capacidades militares (al que le obliga su duelo global con Estados Unidos).
Y en esa permanente tensión entre evitar dinámicas disgregadoras dentro de casa y no perder el paso en la competencia por el liderazgo global ante unos Estados Unidos que no duda en identificar a Moscú como un rival directo y una China que ya ejerce de “hermano mayor”, parece claro que Putin tendrá que recalibrar a la baja el nivel de protagonismo que puede sostener en el exterior a largo plazo.