La organización yihadista Estado Islámico, que entre 2004 y 2013 fue rama iraquí de al-Qaeda, proclamó en junio de 2014 un califato sobre amplios territorios de Siria e Irak. Consolidarlo y expandirlo pasó a ser el objetivo prioritario de sus líderes y militantes, decenas de miles de estos últimos combatientes terroristas extranjeros, una quinta parte procedentes de Europa Occidental. Pero han fracasado en ello. En marzo de 2019, algo menos de cinco años después de aquel anuncio, perdieron el último reducto –la pequeña localidad de Baguz, a orillas del río Éufrates y muy próximo a la frontera entre aquellos dos países– de lo que fueron sus dominios en pleno Oriente Medio.
El califato dejó de ser atractivo como destino internacional de yihadistas –también de los residentes en Europa Occidental– a partir de 2016, a medida que sus contornos se reducían y crecían las dificultades para acceder al mismo, tanto por el desmantelamiento de las redes de envío activas en los países de origen como por la intensificación de controles fronterizos en el tránsito. Las expectativas de éxito atribuidas a Estado Islámico, que añadían motivaciones utilitarias a las de ideológicas o de otra naturaleza en los procesos de radicalización y reclutamiento auspiciados a través de su propaganda, cayeron a medida que se debilitaba la organización yihadista.
Entre 2014 y mediados de 2016, por ejemplo, una mayoría de los yihadistas movilizados en España quería desplazarse al califato. Más de dos centenares terminaron haciéndolo. La opción preferente pasó después a ser la de permanecer en sus lugares de residencia, desarrollando actividades en favor del mismo, incluyendo actividades terroristas. Ese fue el caso de los individuos que ejecutaron los atentados de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils. Además de planificar centralizadamente actos de terrorismo en países occidentales, el directorio de Estado Islámico instigaba a que sus seguidores en ellos los cometieran, en nombre de la organización yihadista, pero por cuenta propia.
Esta estrategia contrasta con la que, a lo largo de los últimos años, ha llevado a cabo al-Qaeda, cuyos líderes no sólo se mostraron en desacuerdo con las prácticas de Estado Islámico y cuestionaron la legitimidad de su califato. También renunciaron temporalmente a atentar en el mundo occidental para renovar y ampliar, sin interferencias insuperables, su estructura global descentralizada. Mientras, Estado Islámico se convertía en blanco de una coalición militar internacional liderada por Estados Unidos y constituida con la decidida finalidad de destruir a dicha organización yihadista. El resultado de todo ello ha sido menos Estado Islámico y más al-Qaeda.
Es cierto que Estado Islámico no va a dejar de existir a corto plazo, como un entramado clandestino asentado principalmente en Irak que se encuentra en fase de adaptación a nuevas circunstancias, mantiene una considerable capacidad para movilizar recursos con que sostener una insurgencia terrorista y cuenta asimismo con significativa presencia en Siria, Libia, Nigeria, Egipto o Afganistán. Pero también es cierto que en estos últimos países es mayor o similar la implantación de al-Qaeda, de sus ramas territoriales –actualmente más numerosas que en 2011– o de sus múltiples entidades asociadas, al igual de lo que ocurre en otros como Argelia, Malí, Somalia o Yemen.
Es asimismo cierto que la movilización yihadista promovida por Estado Islámico durante el pasado quinquenio carece de precedentes y ha superado con creces a la de al-Qaeda. Una evidencia constatada especialmente en Europa Occidental. Pero también es cierto que muchos individuos radicalizados y reclutados por la primera de ambas organizaciones pueden acabar transfiriendo su lealtad a la segunda. Así, por ejemplo, si bien una inmensa mayoría de los yihadistas condenados o muertos en España desde 2012 tuvo a Estado Islámico como organización de referencia, la realidad es que el yihadismo global relacionado con al-Qaeda nunca perdió vigencia y atractivo entre ellos.