Hubo un momento en el que se esperaba que en 2018 se fuera a recuperar la UE, el proyecto. La crisis económica había quedado atrás, aunque con secuelas. En Francia, Emmanuel Macron había sido elegido presidente en mayo de 2017 con un discurso de relanzamiento europeísta y podía impulsar junto a Angela Merkel una nueva fase de construcción europea. Pero en septiembre de 2017 las elecciones alemanas no arrojaron el resultado esperado por la canciller. Ambos dirigentes se han visto sometidos a una costosa erosión de sus imágenes y autoridad, esencialmente por razones internas, con consecuencias para la marcha de Europa. Está fallando Francia y está fallando Alemania; y otros países.
La pérdida el pasado domingo en Baviera de la que parecía sempiterna mayoría absoluta de los socialcristianos (CSU), socios de la CDU de Merkel, ha empezado a provocar un terremoto político, no ya en Múnich sino en Berlín. No sólo en estos partidos, pues también los socialdemócratas (SPD) han tenido allí un pésimo resultado. Todo en beneficio de Los Verdes y de la derechista, xenófoba y antieuropea Alternativa por Alemania (AfD), convertidos en segundo y cuarto partidos en aquel Land.
Si la autoridad de Merkel estaba en entredicho –también por abrir las puertas a los refugiados de la guerra civil en Siria en 2015–, en las últimas semanas ya había quedado dañada. Los diputados de la CSU-CDU se habían rebelado eligiendo presidente del grupo parlamentario a un oscuro diputado, Ralph Brinkhaus, por 125 a 112 en lugar de Volker Kauder, estrecho aliado de la canciller y europeísta convencido. También hay hoy menos europeísmo en el Ministerio de Finanzas tras la salida de Wolfgang Schaüble, europeísta duro, para presidir el Bundestag y su sustitución por el socialdemócrata Olaf Scholz, más tecnócrata. Y tras todo esto late una insatisfacción por parte de sus propios integrantes y de sus bases con el gobierno de Gran Coalición, pues ninguna de las partes lo deseaba, y sólo se constituyó para evitar nuevas elecciones tras fracasar el intento de Merkel –debilitada en las urnas– de formar un ejecutivo con verdes y liberales. Los resultados de Baviera han dado alas a los socialdemócratas, que reclaman acabar con la Gran Coalición y pasar a la oposición.
La salida de la cancillería de una Merkel agotada parece ya sólo una cuestión de tiempo, tras 13 años, que no son pocos. Entretanto, Europa no avanza. Sí, es verdad que se ha progresado en materia de defensa, con la Cooperación Estructurada Permanente y el Fondo en este ámbito, y se han puesto algunos elementos en política de inmigración, pero todo esto dista mucho de lo que se prometía hace un año con las perspectivas de una pareja Merkel-Macron en forma, como en un momento demostraron poniendo sobre la mesa una hoja de ruta. La Comisión Europea, y su presidente Jean-Claude Juncker, también parecen agotados antes de tiempo, como lo demostró su reciente Discurso sobre el Estado de la Unión, aunque la gran maquinaria comunitaria sigue funcionando.
Macron, por su parte, ha caído en popularidad entre los franceses. Se le han marchado ministros importantes y tiene graves dificultades para sacar adelante algunas reformas internas sobre las que basar su credibilidad europea. Corre el riesgo de que las elecciones europeas se conviertan en Francia en un referéndum sobre su mandato. Si esta es una Europa que no funciona sin el eje francoalemán, éste ya no es suficiente. A este respecto, Macron ha comprendido que si quiere sacar adelante su proyecto de Europa necesita no sólo de Alemania sino también de España y países que antes parecían más en la periferia de la atención francesa, como Finlandia y Dinamarca.
Lo que está ocurriendo es parte de la descomposición política y social de las sociedades europeas y de la erosión del centro político y del consenso que ha marcado Europa en lustros anteriores. No es sólo en Francia y Alemania donde se está produciendo una desestabilización política que afecta de lleno al proceso europeo. Italia es el peor ejemplo.
Todo ello cuando en unos meses –en mayo de 2019– se van a celebrar unas cruciales elecciones al Parlamento Europeo, en las que las extremas derechas antieuropeas –o con otra visión de Europa– pueden avanzar de forma significativa y pesarán en el devenir de la UE, quién sabe si con una minoría de bloqueo. De momento, estos movimientos están aprovechando 2018 para crecer y afianzarse nacionalmente y cobrar una dimensión europea.
El Brexit se está llevando muchos esfuerzos y Consejos Europeos. Resolverlo, ayudaría. En todo caso, y pese a que se intente un nuevo impulso europeísta en las próximas cumbres –especialmente la informal del 9 de mayo en Sibiu (Rumanía) a las puertas de esas elecciones–, otro año se ha perdido. En Tallin (Estonia) en septiembre de 2017 se estableció una lista de los temas a abordar, y de ahí una Agenda de los Dirigentes para lo que queda de legislatura y una Agenda Estratégica para los cinco años siguientes. En diciembre próximo habrá otra oportunidad, pero la debilidad de estos líderes previsiblemente no ayudará. El año 2019, con las elecciones europeas y la llegada de la nueva Comisión, será corto. Los tiempos siguientes, en este plano y ante este panorama, no son halagüeños. Aunque haya que seguir intentándolo.