En la noche del 8 al 9 de noviembre de 1989, 30 años atrás, se abrió no sólo un muro, el de Berlín (pieza clave del “telón de acero”), sino una esperanza, la de la generalización de las libertades y la democracia. Desapareció poco después la Unión Soviética y la Guerra Fría, que reposaba sobre un equilibrio del terror. Tanta esperanza que Francis Fukuyama, unos meses antes de la caída del Muro, se aventuró a plantear, en términos de Hegel interpretado por Alexandre Kojève, si la historia no había tocado a su fin con el triunfo universal del sistema liberal. Siguió, además, la invención y el desarrollo de Internet y la gran explosión de la comunicación digital que en un principio pareció jugar a favor de la expansión de las libertades. Thomas Friedman, algo después, creyó ver que el mundo se había vuelto plano. Pero no. Y en él han nacido unos nuevos muros, esta vez digitales.
No es que los físicos hayan desaparecido. Todo lo contrario. Los muros de la globalización se han ido multiplicando en muchas latitudes, esta vez no para no dejar salir, como el de Berlín, sino para no dejar entrar, sobre todo en los países ricos, además del que se construyó Israel contra los palestinos.
Los muros digitales empiezan dentro de cada cual. Porque permiten crear en nuestras mentes cámaras de eco en las que sólo entra aquella información, o deformación, con la que estamos de acuerdo. Nada de sorpresas, de leer, ver o escuchar ideas ajenas. No. Únicamente lo que ratifica nuestras creencias, o, peor aún, nuestros prejuicios. “Dale a la gente lo que quiere, aunque no sepa que lo quiere”, fue el lema de Roger Ailes, el fundador de Fox News. No hubo que esperar a las redes sociales ni a Cambridge Analytica para comprender –en el reclutamiento de yihadistas, en el referéndum sobre el Brexit o en la elección de Trump– lo fácil que resulta manipular a unos ciudadanos que han dejado de serlo, limitados a usuarios.
Mark Zuckerberg, el presidente y fundador de Facebook, en un reciente discurso que ha generado polémica, ha reconocido la “erosión de la verdad” on line, a la vez que defendido las reglas de su red social –y de la Primera Enmienda a la Constitución de EEUU, la de la libertad de expresión– que permiten que políticos, Trump incluido, mientan en ella. Pidió regulación, pero a la vez resistir a la tentación de los gobiernos que quieren limitar la libertad de expresión, que, naturalmente, incluye la libertad de mentir a sabiendas. El modelo de negocio sobre el que basan las redes sociales, y otros aspectos de la economía digital, gira en torno a la atención de los usuarios. Y para atraerla hay que generar indignación, radicalismo y falsedad.
Mas si no se logra que la gente diferencie entre lo verdadero y lo falso, no los regímenes autoritarios sino las democracias van a quedar muy tocadas. De momento, no hay instrumentos válidos. Pero hay que buscarlos, y si encuentran, aplicarlos con urgencia.
Zuckerberg parece aún vivir en la (antigua, pues la ha revisado) tesis de Fukuyama, sólo que esta vez desde una sociedad civil autoorganizada con las redes: “Las personas que tienen el poder de expresarse a gran escala son un nuevo tipo de fuerza en el mundo: un Quinto Estado junto con las otras estructuras de poder de la sociedad”. Lo estamos viendo a diario, para bien y para mal. “La gente”, siguió Zuckerberg, “ya no tiene que depender de los porteros tradicionales en la política o los medios de comunicación para hacer oír sus voces, y eso tiene consecuencias importantes. Entiendo las preocupaciones acerca de cómo las plataformas tecnológicas tienen poder centralizado”, añadió, “pero en realidad creo que la historia es mucho más grande cuando estas plataformas tienen poder descentralizado poniéndolo directamente en manos de la gente. Es parte de esta increíble expansión de la voz a través de la ley, la cultura y la tecnología”.
Algunos regímenes autoritarios han descubierto cómo controlar a sus ciudadanos a través de las nuevas tecnologías de la información, de las redes y de los datos personales. Aunque siga habiendo un único Internet –¿por cuánto tiempo?–, los regímenes autoritarios quieren controlar lo que ocurre en la Red –y otros canales de comunicación– dentro de su territorio, una inmensa fuente de información que generan los usuarios. Limitan el acceso al mundo exterior por medio de cortafuegos, como en China. Con otros sistemas de control, como el crédito social o el reconocimiento facial –contra los musulmanes uigures en Xinjiang–, han nacido “autoritarismos digitales”, como los llaman Alina Polyakova y Chris Meserole, que aunque no exportan su ideología, sí sus técnicas y sus tecnologías. En parte dejan corto a George Orwell y su 1984. La lista se va alargando con Rusia, Turquía, Egipto y en cierta medida la India. Incluso en la app (china) Tik Tok que tanto éxito está teniendo entre jóvenes, Pekín ha logrado censurar noticias o comentarios sobre las protestas en Hong Kong entre usuarios occidentales.
No nos creamos que en Occidente –si aún se puede llamar así– nos hemos quedado atrás. Edward Snowden, con su filtración, reveló el alcance de la vigilancia que ejerce, incluso sobre sus aliados, EEUU. En Londres hay casi tantas cámaras de vigilancia como en Pekín (y muchas más si se miden por habitante), como resultado, en parte, de la lucha antiterrorista, aunque una vez se dispone de estas capacidades es difícil limitar su uso. Empresas occidentales colaboran en esa vigilancia china, aunque ahora la Administración Trump ha castigado a ocho compañías punteras en Inteligencia Artificial y reconocimiento facial de aquel país por la represión en Xinjiang (y de paso le sirve para frenar el desarrollo tecnológico de China). Según un reciente informe de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional, en el mundo, de 175 países estudiados, 75 usan de forma activa tecnologías de Inteligencia Artificial con fines de vigilancia. También se ha construido, como lo llama Shoshana Zuboff, un “capitalismo de vigilancia”, por parte de grandes empresas. Aunque sus fines no son los mismos que los tecno-autoritarismos. Pero los muros digitales empiezan a cundir.
Los digitales son muros mucho más sutiles que los físicos. No se ven, pero son cada vez más altos.