Ojalá lo que nos quedara, quince años después, fuera solo el mal recuerdo de una tragedia protagonizada por un grupo de iluminados yihadistas que se llevaron por delante la vida de casi 3.000 personas. Desgraciadamente, la significación, la huella y el impacto de los atentados del 11-S van mucho más allá, en una secuencia en la que los efectos negativos de las respuestas aplicadas superan con mucho a los positivos.
Por un lado, ahí tuvimos un ejemplo paradigmático (solo uno más) de lo que significa jugar con fuego. Ha habido que esperar hasta ahora mismo para que Washington abra la puerta a las víctimas y sus familiares para iniciar acciones judiciales contra el régimen saudí, como si no estuviera suficientemente claro desde hace mucho tiempo que la casa de los Saud promueve un rigorismo extremista que está en la base de muchos actos violentos. Seguir pensando que se puede apoyar y contemporizar eternamente con regímenes escabrosos, sin que eso tenga consecuencias perniciosas no solo para la población que tiene que sufrir los desvaríos de esos gobernantes sino también para todos nosotros, es una ceguera que solo se explica por el cortoplacismo con el que se gestionan actualmente las relaciones internacionales.
Lo mismo cabe decir de la instrumentalización ocasional de individuos y grupos –en una senda que nos lleva desde la apuesta por Sadam Hussein como aliado para echar abajo la revolución islámica iraní, al empleo de los entonces llamados muyahidín contra los soviéticos (germen original de al-Qaeda), la activación de los talibán hace ya dos décadas, el apoyo al golpista presidente egipcio al-Sisi o a muchos de los ahora llamados rebeldes sirios o libios– que terminan por escapar al control de sus promotores externos para terminar incluso volviéndose contra ellos. Recordemos como mero ejemplo, que Abu Bakr al-Baghdadi, actual líder de Daesh, fue detenido en enero de 2004 en suelo iraquí por las tropas estadounidenses que habían invadido el país, para ponerlo en libertad en diciembre de ese mismo año (¡¿?!).
Por otro, la agenda internacional sigue obsesivamente enfrascada en una nefasta “guerra contra el terror” que, más allá del impulso inicial dado por la administración de George W. Bush, ha derivado en un militarismo creciente, del que el presidente francés, François Hollande, es solo el representante más reciente. Un militarismo que, sin entender que el terrorismo nunca será derrotado exclusivamente por las armas, olvida otras dimensiones de una estrategia de largo aliento que debería atender prioritariamente a las causas estructurales que, tanto allí como en nuestros propios países, alimentan la radicalización de individuos de seguirán estando dispuestos a matar a toda costa. Por supuesto, la abrumadora superioridad militar de las coaliciones lideradas por Estados Unidos (y por Francia en zonas sahelianas) garantiza el desmantelamiento del pseudocalifato proclamado hace dos años en Siria/Irak por Daesh, como antes ha ocurrido con delirios similares en Nigeria, Malí o Somalia. Pero sería iluso interpretar esas “victorias” como la solución al problema que plantea el yihadismo violento.
Simultáneamente, el sesgo securitario en la respuesta a la amenaza terrorista ha llevado a tensionar (quien sabe si de manera irreversible) el siempre delicado equilibrio entre seguridad y libertad. De este modo, el espantajo terrorista se ha presentado cada vez más abiertamente como la justificación para llevar a cabo un creciente recorte del marco de derechos y libertades que nos definen como sociedades abiertas y democráticas, al tiempo que se han ido arrinconando los principios y preceptos del derecho internacional y del derecho internacional humanitario. Ahí están las invasiones de países sin respaldo legal, los infaustos “vuelos de la CIA”, las prisiones secretas fuera de control, Guantánamo, el sistemático espionaje entre aliados y la eliminación progresiva de toda privacidad individual o casos como el de Jean Charles de Menezes (ciudadano brasileño muerto por la policía británica en julio de 2005 al confundirlo con un terrorista), la llamada “ley mordaza” española o las medidas adoptadas tras los últimos atentados en Francia y Bélgica.
Y lo peor es que quienes han decidido optar por recorrer estos caminos, ni siquiera pueden aducir que gracias a ese tipo de medidas países como Afganistán, Irak o Libia son hoy territorios estables y en desarrollo. Tampoco pueden argumentar que, a pesar de las críticas, sus métodos funcionan y que hoy al-Qaeda, Daesh, al-Shabaab, Wilayat al Sudan al Gharbi, al-Maqdis y tantos otros han sido ya eliminados definitivamente y que el terrorismo es una historia del pasado.
Lo que, por el contrario, podemos afirmar es que, como resultado directo de esas equivocadas e interesadas pautas de comportamiento, hoy somos menos libres y estamos más inseguros. Vaya balance.