Si algo se puede ya augurar de la intervención militar liderada por Arabia Saudí en Yemen –Operación Tormenta Decisiva– es que no será decisiva, si por eso se entiende convertirlo en un Estado funcional y estable.
Y no lo será, en primer lugar, porque ni Riad, ni sus ocasionales compañeros de viaje tienen medios ni voluntad suficiente para producir resultados definitivos sobre el terreno. Hasta el momento tan solo se han registrado algunos movimientos navales de bloqueo y ataques aéreos contra las fuerzas desplegadas por el grupo huthiAnsar Allah tanto en la capital, Saná, como en la ciudad portuaria de Adén, mientras se desconoce si el nominal presidente Mansur Hadi continúa allí refugiado. Como es bien sabido, los ataques aéreos no pueden ir más allá de desgastar al enemigo y debilitar su moral de combate; para expulsarlo de sus posiciones y derrotarlo definitivamente es preciso embarcarse en un combate terrestre, previsiblemente prolongado. Analizando las capacidades de los impulsores de la actual ofensiva -Arabia Saudí, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Kuwait, Bahréin, Jordania, Sudán, Marruecos y hasta Pakistán-, ninguno de ellos, salvo Riad y El Cairo, parece en condiciones no ya solo de aportar un considerable contingente de tropas de combate sino tan siquiera de operar eficaz y coordinadamente en el espacio aéreo.
Por otro lado, Ansar Allah no es un grupo violento que se pueda eliminar de un solo golpe. Hoy por hoy, con la experiencia desde 2004 de seis derrotas contra las tropas gubernamentales, los huthi se han convertido en el actor determinante de la vida nacional yemení. En esta ocasión han logrado ya no solo representar a la minoría zaidí (un tercio de la población, históricamente marginada por Saná), sino también a buena parte de la población crítica con las impopulares medidas adoptadas por Hadi (retirada de subsidios y aumento de precios e impuestos). Eso le ha permitido contar con el apoyo adicional de líderes tribales locales y de milicianos de diversa procedencia (incluyendo los de la provincia petrolífera de Marib) en su acelerado avance desde sus feudos del norte, en la provincia de Sadaa, hasta abarcar buena parte del país. Si a eso se suma el interesado apoyo del defenestrado presidente Ali Abdulá Saleh -con notables aliados tanto en el partido mayoritario como en buena parte de las fuerzas armadas- y de Irán -no tanto por afinidad ideológica o religiosa, como por su afán de complicar la agenda a Arabia Saudí, obligando a Riad a tener que atender un nuevo frente- se concluye que la apuesta militar de Ansar Allah y sus aliados es de unas dimensiones que complica sobremanera los cálculos de sus oponentes.
El respaldo formal tanto del Consejo de Cooperación del Golfo como de la Liga Árabe no cambia las dudas sobre el nivel de rendimiento de la coalición encabezada por Riad. Estamos ante un nuevo ejemplo de la estrategia estadounidense de “liderar desde atrás”, evitando implicarse en primera línea en asuntos que Washington entiende que deben ser gestionados por otros. Así, EEUU ha mostrado su voluntad de facilitar apoyo logístico y de inteligencia, pero sin añadir una tarea más a su agenda de combate. Riad, por su parte, actúa a partir del convencimiento de que Washington ya no es un socio enteramente fiable (su acercamiento a Irán es la principal señal de ello) y, en consecuencia, se ve impelido a movilizar al resto de vecinos regionales (destaca la ausencia de Omán, pero también de Turquía), llegando hasta Pakistán (con quien puede estar ensayando un nuevo acuerdo para que Islamabad aporte tropas permanentes en la defensa de las fronteras del reino wahabí).
Pero en el fondo cabe pensar que la operación no busca realmente una imposible victoria militar, sino más bien una vuelta de Ansar Allah a la mesa de negociaciones. A fin de cuentas el objetivo básico de Riad en relación con su vecino es lograr un nivel de estabilidad que le permita concentrar su atención en otros asuntos más perentorios (emergencia de Irán y amenaza yihadista en Siria e Irak). Para ello necesita a un socio local con capacidad para confrontar tanto la amenaza que representa al-Qaeda en la Península Arábiga, como un emergente Daesh, la permanente tensión entre los numerosos grupos tribales y el secesionista movimiento Al Harak al Yanubi. Y en esa labor, los huthi pueden ser unos obligados aliados, contando con que estos últimos necesitan tanto reconocimiento político en el escenario regional como, sobre todo, apoyo financiero para gestionar un país con tantas deficiencias. Queda por ver, además, si Irán acepta reducir su nivel de implicación en el contencioso y si los huthi se avienen a estos razonamientos. Demasiados condicionantes, en definitiva, que, si no se alinean adecuadamente (tanto Irak como Siria han mostrado ya su rechazo a la iniciativa saudí), pueden desembocar una guerra regional de incalculables consecuencias.