El 16 de abril de 1859 murió en la Ville Montfleury de Cannes, Alexis de Tocqueville, uno de los más lúcidos pensadores de Francia. Cayó en el olvido en la segunda mitad del siglo XIX para ser nuevamente descubierto a lo largo del siglo XX, cuando las circunstancias dramáticas de la historia de Europa despertaron el interés por la obra del propietario del castillo de Tocqueville en Normandía, con un gran pasado familiar e histórico a sus espaldas, aunque completamente abierto al mundo de su tiempo y al del porvenir.
La Ville Montfleury, un tanto alejada de la ciudad y con impresionantes vistas al Mediterráneo, no fue un lugar de reposo e inspiración para Tocqueville, y nuestro escritor no ocupa un hueco entre la fascinante galería de personajes de la novela de la Costa Azul, un territorio que, según Jean Cocteau, era el invernadero para las flores que luego se vendían en París. Cuando, a finales de 1858, Tocqueville llegó allí con su mujer, en busca de un clima benigno para su tuberculosis, no tuvo mucho tiempo para escribir. Tan solo para contestar o dictar cartas a sus amigos, muchos de ellos ingleses, pues no fue profeta en su tierra. En cambio, en la cuna de la democracia parlamentaria tenía bastantes admiradores, y el propio príncipe Alberto, marido de la reina Victoria, le había expresado personalmente su reconocimiento tras la publicación de su última gran obra, El Antiguo Régimen y la Revolución, en 1856. Pero, pese a consumirse por una enfermedad que le mataba lentamente, Tocqueville aún tenía grandes proyectos. Quería continuar su estudio de la Francia revolucionaria y napoleónica, a caballo entre la historia y la sociología, para persuadir a sus lectores de que la democracia y la libertad no pueden separarse, que no son enemigas ni están condenadas a llevar a los sistemas políticos al caos o al autoritarismo. Este adversario de las revoluciones radicales y de los bonapartismos, gran conocedor de la historia y de la psicología humana, quizás hubiera podido crear una obra comparable a La democracia en América, aunque es dudoso que muchos de sus compatriotas, encadenados por las utopías o por el bienestar aburguesado, le hubieran comprendido. Bien sabía Tocqueville que cualquiera de estas dos opciones, por muchos apelativos que haga a la libertad, suele desembocar en un despotismo manifiesto o discreto.
En Cannes, un mes antes de su muerte, se quejaba en una carta a un amigo inglés, Horace Hammond, de vivir en una soledad profunda. Es cierto que el propio Tocqueville la había elegido, pues renunció a contarse entre los panegiristas de Napoleón III, entre los que se encontraba uno de sus hermanos, aspirante a un puesto en el Senado. Su actitud respondía a un apelativo de su conciencia. Aquel aristócrata, apasionado por la libertad, era incapaz de engañarse, ni de engañar a otros, ante las apariencias externas de un régimen, el del Segundo Imperio, volcado en objetivos de prosperidad económica y lanzado a una “política exterior de prestigio” que, a veces, terminaron en aventuras desastrosas. La similitud es clara con la España de aquel entonces, la de Isabel II con la presidencia de O’Donnell, muy atenta a las modas francesas, y que, según Benito Pérez Galdós, puso en marcha “un dogmatismo patrio que disciplinara las almas y las hiciera más dóciles a la acción política”. Tocqueville hubiera suscrito estas palabras, aunque, en un principio, él mismo había apoyado la guerra de Crimea (1854-1856) entendida como una cruzada anglo-francesa contra el despotismo de la Rusia zarista. Era una conclusión demasiado forzada. Ni el gobierno de París, ni el de Londres fueron entonces campeones del liberalismo, uno por incompatibilidad de origen, otro por pragmatismo interesado.
Pese a todo, Tocqueville soñaba en Cannes con regresar a su castillo de Normandía, y se aferraba a una débil esperanza de curación para contar los días antes del verano en los que podría estar de nuevo en casa, en medio del sol tibio y el cielo gris plomizo de su tierra natal, y reanudaría su combate contra el despotismo y en favor de las instituciones libres por medio de una profundización en la historia de Francia. Era un exiliado interior y le estaba prohibido ocuparse de los asuntos públicos de su país, aunque nunca perdió el interés por los acontecimientos de cada día. No sabemos si llegó a conocer esa frase lapidaria del novelista Edward Bullwer-Lytton de que “la pluma es más poderosa que la espada”, contenida en una olvidada obra teatral sobre Richelieu, aunque Tocqueville había conocido al escritor en su primera visita a Londres. En cualquier caso, debía de creer que el dicho era cierto y, sobreponiéndose a la tristeza y a las incomprensiones, buscó en el estudio concienzudo de la historia, la de los archivos y también la de las opiniones y testimonios, respuestas a lo que sucedió en el pasado, a las complejidades del presente y a lo que podría ocurrir en el futuro. La pluma daba a Tocqueville la libertad que los hombres le negaban.
Alexis de Tocqueville murió en Cannes sin haber empezado a redactar su nuevo libro, para el que había compilado notas que nunca llegaría a ensamblar. Pero, a decir verdad, esta obra, que forzosamente habría disgustado al régimen de Napoleón III al cuestionar inevitablemente el autoritarismo del primer Napoleón, aportaría pocas cosas nuevas al legado de Tocqueville, un autor de indispensable lectura en esta época de populismos y “democracias iliberales”, de engañosos espejismos de política exterior que intentan tapar miserias internas, o de prosperidades económicas aparentes que olvidan la dimensión social de la libertad. Con todo, si hubiera que recordar a los políticos de nuestro tiempo y de todos los tiempos una idea fundamental de Tocqueville, elegiría esta: La libertad civil es el primer fundamento de la libertad política.