Hace 25 años, este 9 de noviembre, que cayó el Muro de Berlín. Con ello, pero no sólo por ello, cambió el mundo, aunque en aquel entonces no se divisara con claridad que muchas de las semillas de lo que ha ocurrido en este cuarto de siglo, y seguirá ocurriendo, se plantaron entonces. La propia caída del Muro generó una serie de acontecimientos: la implosión de la Unión Soviética dos años después –la mayor “catástrofe geopolítica” según Vladimir Putin–, y la de Yugoslavia, la unificación de Alemania y, aún incompleta, de Europa con el euro y las ampliaciones, y los años de una unipolaridad de EEUU que ahora dejan paso a otra cosa. No es sólo todo eso, que, por falta de imaginación, se definió como la post-Guerra Fría, que está tocando a su fin para dar paso a no se sabe qué. Hay mucho más.
Para empezar, en 1989 se lanzó desde el CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear), no Internet –que había nacido antes–, sino la que impulsó de forma definitiva la Red, la WWW (aunque con otro nombre, Enquire, pues no adoptaría el de World Wide Web hasta algo después) que tantas cosas ha cambiado, y que se abrió al público en 1993 en una revolución que guarda cierto paralelismo con la de Gutenberg y la imprenta hace casi seis siglos. Ha revolucionado la manera de relacionarnos, para los muchos y para los pocos, con una multiplicación de los actores y una difusión del poder que también han aprovechado los radicales. Y algunos de ellos, como al-Qaeda, tienen su origen entonces.
Pues en 1989 los soviéticos se retiraron de Afganistán, lo que poco después dio paso a la conquista del poder en el país por los talibanes y por los incrustados de Osama Bin Laden –monstruo en parte generado por Occidente–, al 11-S y a todo lo que vino después, incluido hoy el Estado Islámico que intenta instalarse entre Irak y Siria, y más acá. Pero también por entonces creció el Frente Islámico de Salvación (FIS) en Argelia, al que un golpe de Estado poco después impidió llegar al poder. Marcó el regreso de las cuestiones religiosas al centro de la política en una parte del mundo, desde luego el musulmán suní, enfrentado al chií que había tenido su revolución jomeinista en Irán en 1979. Y 1989 fue también el año de la fatua de Jomeini contra el escritor Salman Rushdie por sus Versos Satánicos.
La nueva ola democrática que no se limitaría a Europa, también llegaría poco después a Suráfrica con el fin del Apartheid. También hubo la represión y matanza de Tiananmen, y el renovado impulso de China por modernizar su economía y globalizarse, evitando el derrumbe que había experimentado la URSS. El término “globalización” se extendió con el fenómeno que representaba (y que está también detrás del derrumbe de la URSS). Se puede decir que entonces se aceleró la entrada de 3.000 millones de nuevos capitalistas, como lo presentó Clyde Prestowitz, de productores y consumidores en la economía mundial, algo positivo pero que nos ha planteado retos mayúsculos a los países capitalistas viejos. Dentro de que otra cosa que pasó es que el capitalismo, o el mercado, tras 1989-1991 dejó de tener alternativas. Hoy se enfrentan modelos de capitalismo, pero no se pone en cuestión lo más básico.
Fue mucho más que una expansión del mercado. El fin de la Guerra Fría, como lo presenta Saskia Sassen en su último libro Expulsiones, “lanzó una de las fases económicas más brutales de la era moderna”. La crisis actual, según ella, contiene características que sugieren que el capitalismo financiarizado ha alcanzado los límites de su propia lógica para esta fase. Aunque no está nada claro qué puede venir después.
Y si cayó un muro, se erigieron otros: Israel frente a Palestina, Ceuta y Melilla frente a Marruecos, EEUU frente a México, Grecia frente a Turquía, etc., además de otros menos físicos pero no menos reales. Son muros para no dejar entrar, o para expulsar, a diferencia del de Berlín que era para no dejar salir. Los llamé los muros de la globalización.
Todo esto junto e interrelacionado implica un cambio de mundo. En el que, como dijera Gramsci, lo nuevo no termina de nacer y lo viejo no termina de morir. Hace años, lo llamé interregno. Con una predicción: este intermedio duraría 30 años. Quedan cinco. Quizá demasiado pocos para definir un nuevo orden mundial, una de cuyas características centrales es el cambio constante y rápido, con un mayor desorden.