Sería importante conocer las motivaciones del gobierno mexicano de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en septiembre de 2019 para asumir a partir de 2020 la presidencia pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Más allá de estas motivaciones, y de que el tema ya se llevaba trabajando unas cuantas semanas, lo cierto es que con el inicio de este año comenzó la presidencia mexicana, concretada en la Cumbre celebrada en Ciudad de México el pasado 8 de enero.
Intentar saber por qué un gobierno como el mexicano, tan renuente a tomar decisiones trascendentes en materia de política exterior, busca resucitar un muerto es de vital importancia. Y más si la principal preocupación de López Obrador es mantener en buenos términos su relación con Estados Unidos, especialmente con Donald Trump.
Hoy AMLO puede presentar al presidente argentino, Alberto Fernández, como su gran aliado en esta empresa, pero tres meses atrás solo era el candidato mejor situado para ganar las elecciones. Por entonces Evo Morales, que todavía no había renunciado a la presidencia de Bolivia, se erigía como uno de sus principales compañeros de ruta.
Más allá de estos condicionantes, es verdad que para muchos gobiernos latinoamericanos México es el único actor regional actualmente capaz de reactivar una institución agonizante, como ocurre con Unasur o con el ALBA. El interés con que fue recibida la iniciativa habla de la necesidad de contar con un foro de concertación política, que permita incluso resolver algunas de las más serias cuestiones que en este momento afectan al continente.
Dicho todo esto la principal incógnita gira en torno a la capacidad de la diplomacia mexicana para liderar un proyecto ambicioso como este, especialmente cuando en una frase poco afortunada, López Obrador se presenta como “el hermano mayor” de América Latina. Otra cuestión igualmente relevante es la disposición de la mayor parte de los gobiernos de la región para reconstruir una instancia como la CELAC, que pese a sus limitaciones tuvo en el pasado una cierta funcionalidad. Al menos fue el organismo capaz de canalizar las relaciones chino–latinoamericanas y euro–latinoamericanas, más allá de la parafernalia que las acompaña.
Por lo visto hasta ahora todo indica que las expectativas son muy altas y que los logros, al menos los iniciales, serán bastante limitados. Para comenzar México ha decidido invertir, más allá de la retórica, escaso capital político en la empresa. La Cumbre de Ciudad de México fue de ministros y vice ministros de Exteriores, y no de presidentes, algo necesario en un momento como el actual. No solo eso, López Obrador no participó de la inauguración de la reunión, ni estuvo presente durante las deliberaciones, si bien recibió a los delegados en una cena en el Palacio Nacional.
La Cumbre tuvo dos ausencias importantes, Bolivia y Brasil. La presencia del gobierno boliviano era más que deseable porque hasta el 31 de diciembre ostentaba la presidencia pro tempore y se trataba de ceder el testigo a los nuevos responsables, algo que no ocurrió. Brasil, el otro gran ausente, ostenta con México el carácter de potencia regional. Y si tradicionalmente la rivalidad entre los dos países dificultaba concertar políticas de alcance latinoamericano, la presencia de Jair Bolsonaro y de López Obrador al frente de los respectivos gobiernos no garantiza nada bueno.
Por eso no resulta muy adecuado para el futuro de la CELAC articular un eje Buenos Aires–Ciudad de México, estructurado como contrapoder ante el Brasil de Bolsonaro. Si se quiere levantar a la CELAC y se pretende echarla a andar en medio de la actual coyuntura es necesario no repetir los mismos errores que los impulsores del Prosur y los del Grupo de Puebla. Es decir, apostar por formar un club de amigos políticos o ideológicos, en lugar de incorporar la diversidad y la disidencia.
Plan de Trabajo 2020 de la CELAC
Con ese objetivo en mente, el gobierno mexicano ha intentado que tanto la Cumbre como el Plan de trabajo para 2020 estuvieran dominados por el pragmatismo, evitando tocar temas urticantes. Pero el pragmatismo fue tan notorio que rápidamente se ha convertido en retórica vacía, tan propia del mejor estilo latinoamericano. De ese estilo que dice defender de un modo sincero la no injerencia en los asuntos internos de los demás países, pero que lo hacen constantemente, aunque terminen acusando a sus adversarios, ahora cada vez más enemigos políticos, de ser los únicos de hacerlo.
La Cumbre eludió abordar, al menos públicamente, algunos de los temas más espinosos de la agenda regional, como las crisis de Venezuela y Nicaragua, ambos países gobernados por regímenes autoritarios cada vez menos democráticos, si bien la visión de López Obrador y Fernández no es esa. Tampoco se discutió la crisis boliviana, ni la repetición de elecciones, aunque algunos gobiernos de la región sostienen, erróneamente, que allí hubo un golpe de estado para destituir a Morales. Otros temas que se echaron en falta fueron la crisis migratoria originada por el éxodo venezolano, la elección del secretario general de la OEA o la alta conflictividad y las movilizaciones en diversos países en la recta final del año pasado.
La propuesta de Plan de Trabajo, finalmente aceptada por la Cumbre, tiene estos mismos vicios y algunos más, comenzando por la generalidad. En ella se desarrollan 14 proyectos con la intención de obtener 14 resultados concretos. Esto implica no plantearse metas inalcanzables, pero al mismo tiempo la falta de ambición condenará a muchas de ellas a la intrascendencia. Ni siquiera se menciona una palabra sobre la posible financiación de los proyectos. El Plan no se ocupa de los problemas esenciales que pasan por sacar a la CELAC de la parálisis en la que estuvo inmersa en los dos últimos años. Los conflictos internos y las divisiones no existen. Se trata de hacer borrón y cuenta nueva como si nada hubiera ocurrido en la región.
Y si bien el Plan tiene teóricamente una amplia perspectiva, básicamente todo gira en torno a lo público, con escasas alusiones al sector y la iniciativa privada. Tampoco se mencionan ni la revolución tecnológica ni los problemas de ciberseguridad, el futuro del mundo del trabajo o la relación entre redes sociales y democracia. Desde una perspectiva internacional América Latina parece que quiere seguir viviendo alejada del mundo y no se plantea analizar como el enfrentamiento entre China y EEUU la puede afectar en un plazo no muy lejano. Resulta al menos llamativo que únicamente aluda a una Cumbre con China y a la UE ni siquiera se la mencione.
Desde la perspectiva latinoamericana, y también desde la europea, sería importante contar con una CELAC reforzada, eficaz y en pleno funcionamiento. Pero los pasos dados por México y su principal aliado hasta ahora son claramente insuficientes para alcanzar estos objetivos. La meta de la integración regional se mantiene incólume, sin haberse hecho una lectura crítica de lo ocurrido en los últimos 15 años y de por qué unos y otros han conducido a América Latina a su actual encrucijada.