Vladimir Putin, asentado tras su tercera victoria electoral como el salvador de una Rusia que llevaba cayendo en el abismo desde la implosión de la Unión Soviética, sueña con recuperar el estatuto de potencia global, colocándose al mismo nivel de EE UU. Su innegable instinto político le ha permitido recientemente auparse al primer plano de la actualidad mundial con apenas dos gestos. El primero- concediendo asilo a Edward Snowden– le permite llamativamente aparecer como un defensor de los derechos humanos, frente a EE UU- que queda identificado como “el malo de la película”-, como si su propio balance en la materia no fuera más que inquietante. El segundo- con la propuesta para lograr el desarme químico del régimen sirio- le otorga (al menos momentáneamente) el carnet de pacifista, frente a un Obama que queda retratado como el que apuesta por las armas (olvidando como por ensalmo el aventurerismo belicista moscovita en sus periferias inmediatas en estos últimos años).
A favor de esa corriente, Putin pretende completar un proceso que tiene su origen más inmediato en la llamada Revolución Naranja (Ucrania, 2004). A partir de una percepción de creciente asedio por parte de Occidente (tanto de la OTAN como de la Unión Europea) ampliando sus dominios a expensas de Moscú, Putin ha logrado no solo frenar la caída que estuvo a punto de desembocar en la desintegración de la propia Federación Rusa, sino volver a recuperar una notable influencia en lo que se ha denominado ya hace años como “near abroad”. Un extranjero próximo visto como un colchón de territorios que permitan a Rusia respirar sin agobios que pongan en peligro sus intereses vitales, y que comprende no solamente a buena parte de la Europa Oriental sino también a los países del Asia Central. En la visible competencia abierta entre Moscú y Washington (con Bruselas alineada en el mismo empeño de este último) hubo un momento en el que pareció que la balanza se inclinaba decisivamente hacia el bando occidental. Sin embargo, hoy la situación ha basculado en buena medida a favor de Rusia, que vuelve a aparecer como el mejor socio (pero también como el peor enemigo si alguien contraviene sus directrices) tanto de Bielorrusia, Moldavia y hasta Ucrania, como de Uzbekistán, Tayikistán, Kazajstán y el resto de los países asiáticos que en su día estaban bajo la férula soviética.
Para asentar ese dominio y para aspirar a verse reconocido como un actor de envergadura mundial necesita, además de consolidar su poder doméstico con mano férrea, que Washington siga entretenido en otros asuntos y otras áreas geográficas. Así hay que entender (junto a otras variables) las relaciones de Moscú con Irán (inmerso en el desarrollo de su central nuclear de Bushehr y en el posible suministro de misiles S-300), con Siria (yendo más allá del valor que pueda tener como socio comercial o por prestar facilidades navales a la flota rusa en Tartus), Egipto (que ya en su día estuvo bajo la órbita soviética y que ahora recibe las atenciones de Moscú) y hasta Irak (Nuri al-Maliki ha visitado ya dos veces la capital rusa para, entre otros asuntos, cerrar un acuerdo de suministro de armas por un montante de unos 4.000 millones de dólares). Más que recrear la situación que Moscú tenía en la zona durante la Guerra Fría, en todos estos casos es inmediato detectar su intención de forzar a Washington a seguir atrapado en la región, impidiendo que pueda recuperar un mayor margen de maniobra para reorientar su peso estratégico hacia los lugares donde Rusia tiene puestos hoy sus ojos.
Además, para hacer creíble su aspiración de superpotencia, Putin ha diseñado un ambicioso programa de rearme (estimado en unos 755.000 millones de dólares para los próximos diez años), que más que a la exportación (convertido ya nuevamente en el tercer vendedor a escala mundial) está dirigido a la modernización de sus propias fuerzas armadas. Así, mientras la sanidad y la educación sufren sucesivos recortes (estimados en un 4% y un 5,1% respectivamente), el presupuesto de defensa se incrementa este año un 3,2%.
Pero precisamente en este punto es el que resulta más visible la debilidad del empeño, aún contando con los crecientes ingresos obtenidos por la venta de hidrocarburos. Aún dando por hecho que existe una voluntad política para alcanzar la meta de convertirse en una superpotencia (al menos en el ámbito militar), el entramado industrial de la defensa ruso hace aguas por doquier. El Voenno Promyshlenny Kompleks, complejo industrial estatal que integra a unas 1.350 empresas del sector de la defensa, es, simultáneamente, un auténtico Estado dentro del Estado y un ineficiente productor (al menos la cuarta parte de las empresas se consideran actualmente en bancarrota). Esto se traduce en serias resistencias al cambio, reiterados retrasos y frecuentes fracasos en el desarrollo de nuevos sistemas de defensa (sirva el encargo a París de dos buques de asalto anfibio Mistral como ejemplo). La explosión de un cohete Proton, que supuso la pérdida de tres satélites Glosnass, el pasado 2 de julio, es la última muestra de un sistema para el que se han diseñado sucesivas reformas (la última en 2007) que no han logrado cumplir los objetivos marcados. De ahí que incluso comience a abrirse paso la privatización parcial del complejo.
Visto así el sueño de Putin puede tener los pies de barro, sobre todo si se tiene en cuenta que Rusia no es relevante en ningún otro campo que no sea el militar y el de productor de hidrocarburos.