Los estudios sobre extremismo violento y terrorismo han estado, en el ámbito europeo, tradicionalmente centrados en la experiencia masculina. Pese a que también las mujeres han engrosado las filas de no pocas organizaciones de dicha naturaleza a lo largo de su historia, lo cierto es que, en líneas generales, los militantes de sexo masculino están sobrerrepresentados entre quienes se implican en sus actividades, cualesquiera que sean los actores que las llevan a cabo, la ideología que les inspira, o los objetivos que persiguen. Sin embargo, el creciente número de mujeres simpatizantes de grupos extremistas y/o implicadas en actividades de terrorismo, así como la diversidad de roles que ya desempeñan, apelan a la necesidad de abordar el fenómeno desde una concepción integral, con una visión sensible a la cuestión de género, tanto a la hora de estudiarlo como de definir la respuesta.
Cuando me refiero a la cuestión de género, hablo no tanto de la básica dicotomía masculino/femenino como del constructo que engloba los atributos sociales, los roles y las oportunidades asociadas a hombres y mujeres en un determinado contexto. En general, los grupos extremistas y terroristas definen de manera muy estricta esa relación de poder, que determina la articulación de su proyecto político. Por ejemplo, en el caso tanto de los grupos de extrema derecha como yihadistas, la explotación de los clichés de género nos remiten al tradicional reparto de roles y tareas, según el cuál la fuerza física y su empleo son competencia masculina, otorgándoseles a los hombres atributos vinculados a valores tales como la fortaleza, la valentía o el coraje; mientras que a las mujeres se les concede un papel, férreamente asociado a su capacidad maternal y a labores de carácter doméstico y de cuidado en el ámbito familiar, siempre subordinadas al hombre. Estas normas y expectativas estereotipadas de género han sido importantes a la hora de desarrollar las dinámicas y narrativas para el reclutamiento de nuevos seguidores de ambos sexos.
En el caso femenino, su presencia en grupos yihadistas no es novedosa, si bien su número y relevancia –salvo puntuales excepciones– han sido muy limitados hasta 2012. Es a partir de ese momento, en el contexto de la Guerra de Siria y la emergencia de la organización terrorista Estado Islámico (EI), cuando podemos afirmar que las mujeres se incorporan de manera generalizada a la yihad global. Según datos de Soufan Group, las muhajirat que, procedentes de Europa Occidental –la tercera región más afectada del planeta–, se incorporaron a las filas de EI entre 2012 y 2017 representan entre el 10 y el 13% de los casi 6.000 combatientes extranjeros europeos. De los que un 30%, incluidas mujeres y niños, habrían retornado ya al viejo continente en octubre de 2017. Ningún otro conflicto había registrado hasta entonces semejante flujo de activistas masculinos desde el viejo continente, pero también fue la primera vez que un contingente femenino era animado a movilizarse directamente por su líder.
Históricamente, las mujeres han sido percibidas, en el contexto de la yihad global, como sujetos sumisos y fácilmente manipulables por los varones, que son, en la mayoría de los casos, quienes las inducen a adoptar este tipo de interpretación sectaria y violenta del mundo. En otras palabras, al concebirlas en parte como víctimas, se les niega toda iniciativa y compromiso activo con la causa; motivo por el cual no han sido objeto de interés ni estudio específico. A la luz de la evidencia empírica, hoy es esencial superar estos estereotipos: bajo el mando de EI las mujeres han dado un salto cualitativo en el alcance de su implicación, adoptado un papel más activo y determinante en la consecución de los objetivos de la organización yihadista. Así, aparte del tradicional rol de esposa y madre, EI las ha empoderado al explotar estratégicamente sus capacidades como agentes de radicalización y reclutamiento de otras mujeres, y/o en tareas de financiación o logísticas relacionadas con el envío de combatientes a zonas de conflicto. Adicionalmente, hay ejemplos de su iniciativa en la preparación de atentados, como es el caso de la célula exclusivamente femenina con planes de atentar en Francia, cuyas integrantes fueron condenadas en 2018.
En un momento de transición dentro del yihadismo global en el que Europa enfrenta el desafío de gestionar el conflictivo legado de la movilización vinculada a la guerra en Siria, la perspectiva de género debe más que nunca ser incorporada al análisis y definición de la respuesta a los retos que suponen el retorno de estos combatientes y sus familiares, la rehabilitación y reintegración de yihadistas en la sociedad o la propagación de una ideología autosegregadora, diametralmente opuesta a los valores democráticos europeos donde, entre otras cuestiones, la igualdad de género es un derecho fundamental. En este sentido, la perspectiva de género aplica tanto a la investigación y análisis en materia de radicalización violenta como a sus políticas de prevención. Vayamos por partes.
En relación a la investigación y análisis de los procesos de radicalización violenta, se debe incidir en cómo los diversos factores que influyen en estos procesos afectan e impactan de manera distinta en hombres y mujeres, y cómo las organizaciones terroristas adaptan sus narrativas y dinámicas de reclutamiento a las diferentes naturalezas de unos y otras en cada contexto. Las teorías sobre la radicalización y la implicación terrorista han ignorado a menudo los contextos de género en los que tienen lugar, así como las motivaciones individuales de hombres y mujeres para dar el paso a la violencia terrorista. La investigación académica debe recoger y analizar evidencia segmentada sobre ambas cuestiones. En este sentido, es fundamental distinguir no sólo entre hombres y mujeres, sino también entre niños y niñas. Estos estudios deben informar las estrategias de prevención de la radicalización violenta así como también los programas de rehabilitación y reintegración de yihadistas.
Si hablamos de estrategias y políticas de prevención de la radicalización violenta, estas deben considerar la perspectiva de género en todas sus fases –diseño, implementación y evaluación– y todos los niveles –supranacional, nacional y local–, lo que implica necesariamente la presencia de mujeres en las mesas y foros en los que se toman las decisiones. Igualmente, la formación de equipos paritarios de cara a la implementación y la evaluación de dichas políticas, especialmente en determinados contextos, como el de la seguridad. Y, por último, la dimensión de género también atañe al potencial femenino en la prevención de la radicalización violenta. En este sentido es necesario escuchar la voz de las mujeres en el proceso de diseño de buenas prácticas que las impulsen como agentes de cambio.