Aunque a primera vista parezca que Vladimir Putin disfruta de su mejor momento, cabe imaginar que íntimamente es consciente de que el año que ahora termina no está entre los mejores de su ya largo mandato. Por un lado, en Ucrania no ha podido evitar una crisis que le ha dejado retratado como un agresor– con la anexión de Crimea– y como un entrometido en los asuntos internos de ese país- azuzando a unos grupos rebeldes que maneja directamente, tanto en Donetsk como en Lugansk, con la intención de impedir que Ucrania salga definitivamente de la órbita rusa. Es bien cierto que hoy Kiev está empantanado en una crisis que no puede resolver militarmente, con una economía prácticamente insostenible y con una dependencia energética de Moscú de la que no podrá desembarazarse en años. Pero también lo es que Rusia- al margen de unas críticas que, en todo caso, no mellan su firme decisión de asegurar su influencia en un territorio vital para sus intereses geopolíticos y geoeconómicos- está teniendo que soportar unas cargas superiores a las calculadas inicialmente, tanto para mantener el esfuerzo bélico en apoyo a sus aliados locales como, sobre todo, por el ya visible impacto de las sucesivas sanciones a las que está siendo sometido.
En el plano económico las cosas tampoco han ido mucho mejor. Lastrado por el monocultivo petrolífero-gasístico de su economía, la sustancial caída del precio de los hidrocarburos pone en cuestión tanto sus planes de modernización militar- pieza fundamental para seguir aspirando a ser reconocida como una potencia global-, como la paz social- ante una población que sigue sufriendo significativas carencias en su devenir diario y que ve sus derechos recortados incesantemente. En su defensa, Putin puede responder a sus críticos recordándoles la firma del macrocontrato energético con China, mostrando que tiene alternativas a unos mercados europeos cada vez más exigentes. También puede alimentar su ego con gestos tan llamativos como el anuncio del abandono del gasoducto South Stream y su reconversión en un hipotético gasoducto hacia Turquía, aunque no esté claro que ésa sea una decisión definitiva (sino más bien un órdago aparente que busca una flexibilización de la postura de Bruselas). Pero ninguno de esos datos puede ocultar que el rublo está despeñándose y que Rusia no puede, por sí sola, revertir la tendencia a la baja del precio de unas materias primas energéticas que constituyen actualmente su único activo de relevancia.
Es seguramente la amargura derivada de ese sombrío panorama la que ha llevado a la sobreactuación de Putin en la gran sala de San Jorge, en el complejo del Kremlin, con ocasión de su ya tradicional discurso anual al parlamento y a la élite política rusa. Siguiendo un guion tantas veces repetido (y efectivo en no pocas ocasiones), el mandatario ruso ha apelado a la amenaza externa como la explicación de todos los males actuales. Con palabras que pretenden dibujar un panorama generalizado de “Rusia contra el mundo” (con Estados Unidos y oscuros actores no identificados en cabeza), su intención es estimular una reacción ciudadana de inequívoco perfil nacionalista y patriótico. Pretende así no solamente reorientar el descontento generalizado de su población hacia fuera, desviando las notorias críticas sobre su cuestionable gestión tanto en el campo sociopolítico como en el económico, sino también recuperar margen de maniobra para insistir en la estrategia político-militarista que busca consolidar un amplio espacio de influencia más allá de sus fronteras (con Abjasia, Osetia del Sur, Transnistria, el Donbas ucranio y hasta Nagorno-Karabaj como ejemplos más sobresalientes de un esfuerzo que también apunta hacia Asia Central).
Discurso anual de Vladimir Putin ante la Asamblea Federal, la Duma Estatal y Consejo de la Federación (RT.com)
Nada le garantiza que el viejo recurso de señalar hacia el exterior como fuente de amenazas y como explicación de los problemas internos vaya a funcionar nuevamente. Pero el recurso a ese gastado argumento -más allá de que, evidentemente, tanto Washington como otros tratan permanentemente de aprovechar cualquier resquicio para poner piedras en el camino que desea seguir Moscú- es una clara señal de agotamiento. Y esto es más peligroso aún, si cabe, en un momento en el que las previsiones económicas para el próximo año apuntan a una caída del PIB del 0,8%, lo que hace aún más difícil resolver los problemas internos y liderar con la fuerza soñada una Unión Euroasiática que debe arrancar el próximo 1 de enero. Y, por si hiciera falta añadir más motivos de inquietud, esta forzada escenificación se produce justo en el instante en el que Chechenia vuelve a ocupar los titulares por un nuevo acto violento que muestra bien a las claras que, dos guerras después, ese territorio está muy lejos de haber sido apaciguado.