Vaya por delante la admiración que genera una población movilizada desde diciembre contra un dictador como Omar al-Bashir, hasta provocar su caída el pasado 11 de abril, y desde entonces contra un estamento militar que intenta conservar el poder a toda costa, hasta conseguir el pasado 17 de julio un acuerdo de reparto de poder. Si se tiene en cuenta que Sudán siempre ha estado en manos de militares desde su independencia en 1956, la perspectiva de un gobierno civil en el plazo de 39 meses es, indudablemente, histórica. Pero una primera lectura de lo que el Consejo Militar de Transición (CMT) y las Fuerzas por la Libertad y el Cambio (FLC) pactaron en Jartum el pasado miércoles, hace pensar de inmediato en la clásica “patada a seguir”, traída del mundo del rugby, viendo lo ocurrido como un intento de los militares de ganar tiempo para ir calmando la efervescencia popular, con algunas concesiones aparentes, hasta asegurarse el control político y económico del país.
Y esto es así porque, en primer lugar, lo acordado deja un amplio margen de maniobra a los uniformados. Al frente del Consejo Soberano –conformado por cinco militares, cinco civiles y un undécimo miembro nombrado por consenso entre los diez anteriores– estará un militar durante los primeros 21 meses, dejando teóricamente el paso luego a un civil otros 18 meses hasta desembocar en unas elecciones generales. Por otra parte, habrá un Consejo de Ministros, con un civil al frente y una veintena de miembros, nombrados por las FLC (excepto en Interior y Defensa). Por último, habrá también un Consejo Legislativo que en la práctica no podrá legislar y cuyas decisiones quedarán sometidas a la ratificación final del Consejo Soberano.
En esas condiciones resulta inmediato entender que los militares tendrán en sus manos el poder real durante un tiempo suficiente para encarrilar el proceso en su favor, o para bloquearlo cuando les parezca necesario. Son muchos los detalles desconocidos de lo firmado, pero, para empezar, resulta muy difícil imaginar que los militares sudaneses vayan a aceptar la exigencia de las FLC de depurar responsabilidades por la violencia indiscriminada ejercida contra la población civil en estos últimos meses. Mención especial en ese terreno merece la masacre cometida el 3 de junio por las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), matando a más de 120 civiles desarmados que estaban congregados en una sentada ante el cuartel general de las fuerzas armadas.
Y eso lleva directamente al general Mohamed Hamdan Dagolo (más conocido como Himeidti), jefe de esa unidad, con alrededor de 70.000 efectivos. Himeidti, firmante del citado acuerdo en su calidad de vicepresidente del CMT, es hoy el uniformado con mayor poder militar en sus manos y uno de los sudaneses más ricos del país. Una posición que se ha ido labrando desde su implicación en el conflicto de Darfur, pasando de ser un comerciante de camellos a miembro destacado de una milicia de trágico recuerdo (los janjaweed) que primero sirvió a al-Bashir y luego se rebeló contra él, en 2007, para volver al redil a cambio de dinero y cargos, hasta convertirse en 2013 en comandante de las FAR, nuevamente al servicio de al-Bashir y en creciente rivalidad con Musa Hilal. Hilal, arrestado en noviembre de 2017, no solo es primo del propio Himeidti sino que fue su superior en la época de los janjaweed y, en clave mercantil, su rival por el control de las minas de oro de Jebel Amir, descubiertas en 2012 en Darfur Norte. Este es uno de los principales activos que le han permitido a Himeidti contentar durante un tiempo a al-Bashir (sobre todo tras la pérdida de fondos petrolíferos por la independencia de Sudán del Sur) y finalmente ponerse al frente de un conglomerado empresarial (Al Junaid) con notorio peso en la economía nacional.
En definitiva, “El pequeño Mohamed” (Himeidti, apodo familiar) pasó a ser “El Protector” (Himayti, como el propio al-Bashir llegó a denominarlo) y, alineándose oportunamente con los que han derribado al dictador, ahora se ha transformado en el factótum político, militar y económico de lo que pueda venir. Frente a él, Ahmed al-Rabie, el otro firmante del acuerdo es apenas un profesor de física y un destacado activista de las FLC sin partido, que solo tiene la llamada a la población civil como palanca de presión para evitar que el proceso ahora acordado en el hotel Corinthia de Jartum descarrile. Una población que se levantó a finales del pasado año como respuesta a las impopulares medidas de austeridad decididas por al-Bashir y que, harta de penurias, demanda no solo un cambio político sino, sobre todo, una mejora inmediata de sus condiciones de vida.
Y para conseguir ese objetivo, más allá de la labor clientelar y paternalista que ya está llevando a cabo el propio Himeidti, empiezan a cobrar peso actores exteriores tan relevantes como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (con aportaciones en metálico que, no por casualidad, van acompañadas de envío de tropas sudanesas a Yemen y, más recientemente, a Libia en apoyo de Khalifa Haftar contra el gobierno libio reconocido por la comunidad internacional). Si ninguno de ellos se caracteriza precisamente por su fervor democrático y progresista y si los países occidentales se muestran muy reacios a implicarse en el futuro de Sudán, las posibilidades de que todo termine felizmente se reducen a ojos vista.