La nueva Comisión Europea, liderada por Ursula von der Leyen, acaba de empezar su andadura con más respaldo parlamentario del inicialmente esperado. De ese modo –y tras las elecciones al Parlamento Europeo, bajo la presidencia de David Sassoli, la llegada de Christine Lagarde al Banco Central Europeo y el nombramiento de Charles Michel como presidente del Consejo Europeo– se completan los equipos que van a gestionar la vida política y socioeconómica de la Unión Europea (UE), justo cuando se cumplen diez años desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Como siempre ocurre al mirar al futuro, incluso desde la privilegiada plataforma de bienestar y seguridad que gozamos los ciudadanos de la Unión, las incertidumbres superan con creces a las certezas.
Si fijamos la vista en la política exterior, de seguridad y defensa –sin olvidar que sin una sólida base interna es poco lo que se puede hacer en el exterior– se impone la cruda realidad de que, salvo para quienes se empeñan en engañarse a sí mismos, perdemos peso a ojos vista. Mientras que en el ámbito geográfico el centro de gravedad de los asuntos mundiales se ha trasladado ya a la región Indo-Pacífico, pocos son los campos de la actividad humana en los que los (todavía) Veintiocho ocupan actualmente posiciones de liderazgo. El problema no es que no haya liquido en la botella, sino que el ritmo de llenado es inquietantemente escaso para dotarnos de medios comunes para hacer frente a amenazas y riesgos comunes que afectan a nuestros intereses (que también deberían ser comunes). Y eso es lo que hace más notorio el desajuste entre los retos, riesgos y amenazas a los que los nuevos responsables comunitarios deben hacer frente y los medios con los que cuentan.
Por un lado, mientras seguimos enquistados en una crisis estructural que el Brexit hace aún más visible, asistimos a un enrarecimiento creciente del clima internacional, con conflictos activos en nuestra vecindad inmediata en los que queda claro que la Unión aparece relegada como un actor secundario sin capacidad ni voluntad para influir decisivamente en su desarrollo. A esto se une una preocupante renacionalización y un “sálvese quien pueda”, mezclados con un euroescepticismo y antieuropeísmo en auge, especialmente patente en la manera en la que cada Estado miembro está enfocando la gestión de los flujos migratorios que se dirigen hacia territorio comunitario. Y tampoco estamos mejor en el desarrollo de una política común de seguridad y defensa, derivado de una persistente fractura entre los europeístas (con Francia a la cabeza) y los atlantistas (con buena parte de los países del este europeo mirando más a Washington que a Bruselas), y de un planteamiento en el que pesan más las consideraciones industriales que las estratégicas.
Es cierto que también cabe identificar excepciones, como el liderazgo que la UE está teniendo en el intento por hacer frente a la crisis climática; pero, aunque su actitud destaque frente a las posturas suicidas de Estados Unidos o China, no es posible ocultar que, según los últimos datos, son mayoría los países comunitarios que incumplen lo que acordaron en París en diciembre de 2015. Y el panorama se oscurece aún más cuando se observa que el recientemente aprobado presupuesto de la UE para 2020, ajustado finalmente a los 168.690 millones de euros, no permite imaginar que en el marco financiero plurianual 2021-2027 se vaya a romper el escaso techo del 1,16% del PIB comunitario. Aun así, lo que necesita la UE no son tanto más medios (aunque eso no significa que los que tenemos sean suficientes cuando se mira, por ejemplo, a la revolución tecnológica en marcha) como más voluntad política… y ese cambio de mentalidad no parece que esté a la vuelta de la esquina.
Por supuesto, hay muchos otros países y regiones que envidian con razón el ejemplo del club comunitario, pero para quienes pretenden ser vistos como un actor de envergadura mundial, con autonomía estratégica (y hasta con soberanía militar, como acaba de proclamar Emmanuel Macron) nada de eso puede servir de consuelo cuando se percibe la perdida de protagonismo. No se trata solo de que las fuerzas armadas europeas sean hoy un horizonte imposible; sino de que atados a la defensa de un statu quo insostenible y sin coherencia de políticas (llamativamente inexistente en el comercio de armas) se hace aún más difícil garantizar la propia seguridad y contribuir significativamente a un mundo más justo, más seguro y más sostenible.
Por supuesto, ni Estados Unidos ni China ni Rusia estarán dispuestos a ofrecer generosamente un hueco en la primera división mundial dónde se mueven esas potencias. Tampoco la OTAN podrá ser por mucho más tiempo el marco de nuestra seguridad y defensa, salvo que queramos admitir una eterna dependencia de un Washington cada vez menos implicado en lo que ocurre en el Viejo continente. Pero todavía está en nuestras manos, con Josep Borrell a la cabeza, responder a la pregunta de qué queremos ser de mayores. Ojalá acertemos en la respuesta.