Parafraseando a Augusto Monterroso, cuando despertamos, el dinosaurio todavía estaba allí, ese enorme arco de inestabilidad que constituye la banda saharo-saheliana y que atraviesa el continente africano desde el Atlántico hasta el Mar Rojo, desde las costas de Mauritania y Senegal hasta Somalia. Y, sin embargo, pese a que buena parte de los principales problemas que acucian a la región son estructurales, el Sahel permaneció relegado al ostracismo en la esfera internacional hasta que, a principios de 2012, como consecuencia de la inestabilidad que siguió al golpe de estado que tuvo lugar en Mali y del caos y el descontrol instalado en toda la región tras la caída de Muammar Gaddafi, el norte del país fue tomado por rebeldes tuareg organizados en torno al Movimiento Nacional para la Liberación del Azawad (MNLA). La efímera proclamación de la independencia de Azawad, carente de reconocimiento internacional, tuvo consecuencias inesperadas; tras disputas internas, el control total de los territorios arrebatados al Estado acabo en manos de grupos fundamentalistas islámicos como Ansar al-Din –inicialmente aliado del MNLA pero bajo la influencia de al-Qaeda en el Magreb Islámico– y el Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental (MUYAO), quienes acabaron estableciendo una suerte de protoestado islámico en el norte de Mali.
Desde que, muy a su pesar, la región se convirtiese en foco de todos los temores, seguridad y desarrollo han sido los pilares en torno a los cuales han girado las estrategias y los diferentes planes de contingencia para la región, y no son pocos. La ONU, la Unión Africana, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO), el Banco Mundial, la Unión Europea… ¿Quién no dispone de un plan para el Sahel? Y, sin embargo, se aprecia una falta evidente de armonización, desorganización y descoordinación de esfuerzos entre los diferentes actores, egoísmo en busca de mayor peso e influencia en la región, e incluso, en ocasiones, también comportamientos con cierto regusto colonialista. Huelga decir que reducir la brecha existente entre la conceptualización y la implementación de dichos planes es uno de los retos vigentes que la iniciativa del G5-Sahel –un marco institucional de coordinación y seguimiento de la cooperación regional, según su estatuto fundacional– busca solventar.
No obstante, aunque deben encomiarse los esfuerzos realizados por el G5-Sahel hasta el momento para federar los diferentes planes y estrategias para la región, su fuerza conjunta, con dos operaciones militares tuteladas ya a sus espaldas, aún está lejos de alcanzar la FOC (Full Operational Capability). Además, con independencia de los posibles desacuerdos que puedan surgir en torno a la Fuerza Conjunta del G5 (FC-G5S), hasta el momento sigue dependiendo en gran medida de la Operación Barkhane, con 4000 soldados desplegados en la región.
El pasado viernes 23 de febrero tuvo lugar en Bruselas la Conferencia Internacional de Alto Nivel para el Sahel, copresidida por la UE, la presidencia del G5-Sahel, la Unión Africana y la Organización de Naciones Unidas. A su conclusión, se anunció que se habían conseguido movilizar 414 millones de euros de la comunidad internacional para la FC-G5S, una cifra cercana a los 450 millones de euros fijados como suelo mínimo para la operacionalización de la FC-G5S en su primer año de vida. Y es que las necesidades iniciales para crear una fuerza regional para luchar contra el terrorismo y el crimen organizado son elevadas: salarios, armamento, infraestructuras y equipos, vehículos y carburante, necesidades formativas, etc. En cualquier caso, pese al éxito de la recaudación de fondos para operacionalización de la FC-G5S, el proyecto no dispone de medios económicos propios suficientes para ser sostenible y la incertidumbre sobre su futuro podría derivar en estrategias cortoplacistas que sin duda socavarían el potencial de la iniciativa. Ahora bien, agravar la ya de por sí marcada dependencia de ayuda internacional de la región a costa de anteponer la perennidad del proyecto con fondos casi exclusivamente de terceros sería contraproducente, más si cabe cuando el objetivo es, poco a poco, empoderar a los diferentes actores del Sahel.
Asimismo, si bien la seguridad es una prioridad del G5-Sahel, los desafíos en términos de desarrollo son tan acuciantes que invitan a pensar que el impacto de las operaciones de la FC-G5S será mínimo si no van acompañadas de iniciativas realistas para fomentar el desarrollo en la región. De hecho, algunas de los interesantes proyectos bosquejados inicialmente por el G5-Sahel –como la creación de una aerolínea saheliana, la construcción de un ferrocarril intersaheliano para favorecer el transporte y el comercio, o la instauración de un marco universitario común– que parecían traer esperanza en algunos ámbitos, se han ido poco a poco diluyendo.
Por otro lado, la enorme volatilidad de la escena política en la región sigue representando uno de sus mayores desafíos; además de la naturaleza inconclusa de las diferentes transiciones democráticas, es conveniente señalar que el progreso en términos de consenso y fortalecimiento de las instituciones estatales no solo está siendo muy lento, endeble y poco incluyente, sino que da la sensación de ser fácilmente reversible. De igual manera, las políticas de seguridad y cooperación comunes continúan siendo insuficientes. La cooperación antiterrorista entre países que comparten la misma frontera, como por ejemplo Mauritania y Senegal o Mali y Argelia, se caracteriza por la desconfianza mutua y una historia de desacuerdos que lleva tiempo lastrando los esfuerzos para construir un marco común sólido.
Aunque seguramente sea momento de felicitarse por haber conseguido la práctica totalidad de la financiación necesaria para el primer año de vida de la FC-G5S, el enfoque eminentemente securitario que está adoptando el proyecto del G5-Sahel en detrimento de otros pilares iniciales del proyecto debería hacer sonar algunas alarmas. Cierto, la amenaza terrorista no debe menospreciarse y para combatirla hay que continuar dando pasos firmes. Sin embargo, no priorizar otros aspectos, como fomentar una mayor cultura de respeto a los derechos humanos, promover comportamientos más democráticos e inclusivos, apoyar prácticas de buena gobernanza y, en definitiva, apoyar el desarrollo y el empoderamiento en la región, sería comenzar a construir la casa por el tejado.