A primera vista, sobre todo atendiendo a la postura que públicamente sigue sosteniendo Alemania, podría parecer que la entrega de carros de combate a Ucrania todavía está en el aire. Pero se acumulan suficientes indicios para concluir que ese paso ya está decidido, incluso para Berlín. No se trata solamente de que Londres ya ha anunciado el envío inminente de 14 Challenger 2, de que Francia ya mencione los AMX-56 Leclerc y de que Polonia y otros aliados de la OTAN se muestren dispuestos a suministrar a Kyiv los Leopard 2 A4, sino de que la propia Alemania, sin abandonar un discurso que le está suponiendo un coste de imagen considerable, admite que ya está instruyendo a tripulaciones ucranianas en el manejo de estos últimos, al tiempo que, por boca de su ministra de Exteriores, da a entender que no pondrá obstáculos a la intención polaca.
Cuando hace apenas unos meses se volvían a repetir las necrológicas sobre la utilidad de los carros de combate en las guerras convencionales de hoy –calificados de obsoletos, tras la impresionante entrada en escena de misiles contracarro, drones y helicópteros de ataque–, ahora parecen volver a cobrar un protagonismo seguramente exagerado. Por eso conviene, en primer lugar, dejar claro que aun en el caso de que se atiendan las peticiones de Kyiv –300 carros de combate, junto a 600-700 vehículos blindados de infantería y 500 cañones y obuses (idealmente autopropulsados)– la victoria ucraniana no está en ningún caso garantizada. Dicho en términos coloquiales, con esos carros Ucrania solo podrá desempatar.
Actualmente se estima que Rusia cuenta con unos 1.500 carros operativos –no todos desplegados en el frente ucraniano–, mientras que Ucrania dispone de unos 1.400 (de los que al menos 500 son un apreciable botín de guerra aprovechando la precipitada retirada rusa en muchos frentes). Todos ellos son, básicamente, de fabricación soviética y rusa y, por tanto, muy parejos en cuanto a sus capacidades. De ahí se deduce que, en un escenario como el que se vislumbra para finales del invierno o principios de la primavera –una ofensiva ambiciosa que trastoque sustancialmente la situación en el campo de batalla– ninguno de los dos bandos dispone de material determinante para imponer su dictado. Y es ahí, precisamente, donde los carros occidentales –muy superiores a los que Rusia puede poner en juego– adquieren una importancia innegable.
Por eso, en la medida en que los más de 50 miembros del Grupo de Contacto que se reunió el pasado viernes en Ramstein dicen seguir dispuestos a apoyar a Ucrania hasta dónde sea necesario, no puede caber duda alguna sobre su voluntad de poner esos carros en manos ucranianas. Y lo más racional, desde el punto de vista estrictamente militar, es apostar por el Leopard 2. Salvo que se quiera complicar aún más la tarea a Kyiv, la opción más lógica es optar por ese modelo, aprovechando que hay al menos una docena de países europeos y de la OTAN que cuentan con él en sus filas; de tal modo que se puede así aligerar la carga logística y de instrucción que siempre supone asimilar plenamente un nuevo armamento, acortando los plazos para hacerlo plenamente operativo.
En todo caso, lo que militarmente parece claro es visto de manera distinta en el plano político. Para Alemania –cuyo plácet para que Varsovia y otras capitales transfieran los carros a Kyiv es indispensable, dada su condición de fabricante y exportador– la disyuntiva que ahora se le plantea es de considerables proporciones. Si no concede el preceptivo permiso se arriesga no solo a empeorar su imagen –a pesar de ser el segundo suministrador de ayuda militar a Ucrania, tan solo por detrás de EEUU– y a arruinar su aspiración de ser reconocido como el líder político de la UE, sino también a verse superado por una dinámica en la que Polonia –como país que se siente directamente amenazado por Rusia y que pretende aumentar su peso en la UE y en la OTAN– no contempla ya dar marcha atrás. Pero si lo concede, más allá de romper con una tradición formalmente pacifista, teme verse envuelto en un proceso que le obligará a ser el principal suministrador de ese material y, sobre todo, a poner en peligro su relación futura con Rusia.
Ante esa tesitura, lo que en cualquier caso no le sirve ya a Berlín (ni al resto de aliados occidentales, incluyendo Washington) es seguir parapetándose en el argumento de que la entrega de Leopard 2 podría provocar una escalada del conflicto por parte de Rusia que tendría consecuencias insoportables para Alemania. Se entiende que Olaf Scholz pretenda que Joe Biden haga lo propio, enviando sus Abrams 1, calculando que, al compartir el riesgo de una represalia rusa, garantizaría aún más su seguridad bajo el paraguas militar (nuclear, incluido) de Washington. Pero desde el inicio de la invasión rusa ha quedado claro cómo secuencialmente han sido los propios aliados de Kyiv los que han establecido supuestos límites infranqueables para, a continuación, saltárselos. Todo parece indicar que más que pensar en la represalia rusa han pensado en graduar el esfuerzo en función de sus propios cálculos con el objetivo de empantanar a Rusia en Ucrania para degradar su capacidad militar sin un final a la vista.
Imagen: Carros de combate Leopard 2A5 durante una demostración de enseñanza y combate. Foto: ©Bundeswehr/Modes. Bundeswehr-Fotos (CC BY 2.0 / Wikimedia Commons).