La familia global ha padecido junta durante los últimos tres años el sufrimiento y la devastación causados por la pandemia del COVID-19. Pero si bien todos hemos estado en la misma tormenta, no todos la hemos enfrentado desde el mismo barco. No cabe duda de que la pandemia del COVID-19 revolucionó el mundo de la salud global. En tiempo récord se instauraron medidas preventivas y se aceleró como nunca la investigación y el desarrollo de nuevos diagnósticos, tratamientos y, especialmente, vacunas, que se estima evitaron más de 20 millones de muertes. Los sistemas de salud modificaron su organización, al tiempo que se fortalecían los sistemas de vigilancia y se creaban mecanismos para coordinar las cadenas de suministro y acelerar la aprobación, por parte de los reguladores, de las nuevas herramientas. De forma paralela, medios de comunicación y ciudadanos se incorporaron abiertamente a debates antes restringidos al ámbito científico y afloró lo que ha sido siempre un hecho: la dimensión política en la toma de decisiones frente a una emergencia.
Pero que quede claro: la pandemia no ha venido sino a acentuar y volver más palpable la lacerante desigualdad existente en el mundo.
Sin embargo, si bien en muchos aspectos el COVID-19 cambió por completo la salud global, los problemas a los que se enfrentó el mundo mantuvieron la misma naturaleza que tenían en tiempos prepandémicos, contribuyendo tan sólo a empeorar las condiciones de vida de millones de personas, aumentando los niveles de pobreza y tensionando de forma insospechada los sistemas de salud. Las consecuencias son devastadoras: según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), 25 millones de niños no tuvieron acceso a ninguna vacuna en 2021, seis millones más que en 2019, antes de que empezara la pandemia. Las muertes por enfermedades que afectan a las poblaciones más vulnerables del mundo crecieron como consecuencia de la pandemia, lo mismo que la mortalidad materna, que o bien creció o se mantuvo estancada en todas las regiones del mundo.
Pero que quede claro: la pandemia no ha venido sino a acentuar y volver más palpable la lacerante desigualdad existente en el mundo, una serie de disparidades que, sin embargo, nos asolaban desde demasiado tiempo atrás, afectando a todos los campos de la existencia: el nivel de ingresos, el acceso a la educación, las oportunidades para desarrollarse y, lo que es si cabe más grave, la salud, requisito mínimo indispensable para el simple hecho de estar vivos.
En este siglo XXI, sigue siendo cierto que el lugar donde uno nace determina tus posibilidades de sobrevivir los primeros meses y años y después desarrollar una vida plena.
En los países ricos la pandemia recordó la zozobra y el riesgo permanente en los que se vivía en la época anterior a las vacunas o los antibióticos. Pero la triste realidad es que ese peligro no había cejado nunca en vastas regiones del planeta, asoladas por las neumonías, la malaria, las diarreas, el SIDA y tantas otras enfermedades infecciosas que están mayormente en el origen del dramático hecho de que un bebé que nace hoy en Madrid o Estocolmo tenga una esperanza de vida de alrededor de 80 años, pero para uno que viene al mundo en Kinshasa o Kabul, esa esperanza sea hasta 25 años menor. En este siglo XXI, sigue siendo cierto que el lugar donde uno nace determina tus posibilidades de sobrevivir los primeros meses y años y después desarrollar una vida plena. Poblaciones que siguen atrapadas en el circulo vicioso de enfermedad y pobreza. La enfermedad reiterada que se deriva de la pobreza y que al mismo tiempo contribuye a perpetuarla. En el contexto de nuevos y antiguos conflictos armados, las agravadas crisis nutricionales y el cambio climático, los mecanismos globales de cooperación y desarrollo se están demostrando insuficientes para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible relacionados con la salud.
Pero el reconocimiento del enorme desafío al que continuamos enfrentándonos, el de la desigualdad y sus implicaciones morales, éticas y geoestratégicas, no deben impedirnos reconocer la extraordinaria revolución que estamos viviendo. En los últimos 100 años, la esperanza de vida ha aumentado en más de 25 años –como nunca antes en la historia de la humanidad–. Hace sólo dos décadas, morían cada año más de 12 millones de niños. Esa cifra ahora es de poco más de cinco millones. Se lograron cumplir los Objetivos de Desarrollo del Milenio de las Naciones Unidas. Los números demuestran que un trabajo constante y encaminado de manera correcta consigue resultados asombrosos. Cierto es también, muy lamentablemente, que estos números nos recuerdan la agenda inacabada de la salud global, en un momento en que los profundos cambios demográficos que se están produciendo llevan a proyectar que la población de África llegue a ser tan grande como la de Asia a finales de este siglo. Y que este continente posiblemente albergue las dos ciudades más pobladas del mundo con más de 50 millones de habitantes cada una.
Los retos son ingentes y las respuestas se avizoran complejas y multifacéticas, como complejo y multifacético es el mundo de la salud global, un territorio que exige soluciones innovadoras y una perspectiva multidisciplinar que aborde desde la organización de los sistemas sanitarios, la formación de los recursos humanos o las cadenas de suministro, hasta los mecanismos globales de financiación, los sistemas de gobernanza y, de manera fundamental, la ciencia y la tecnología y todo lo que con ellas se relaciona: las agendas de investigación, la propiedad intelectual, la dependencia tecnológica y, en general, la necesidad de invertir recursos suficientes en la búsqueda de soluciones a los problemas que afectan al mayor número de personas. En dar una respuesta ambiciosa y eficaz a estos desafíos, la humanidad se juega una parte importante de su futuro.
Podcast Conversaciones Elcano. ¿De qué hablamos cuando hablamos de salud global? – 3X10.