Pese al aparente frente común, hay una cada vez mayor división en Occidente, y sobre todo en Europa, respecto a Rusia y la guerra de Ucrania. Por una parte, está el “campo del realismo” que propugna un alto el fuego, también llamado “campo de la paz” aunque no lo sea, en la guerra que empezó Putin. Son los mismos –Emmanuel Macron, Olaf Scholz y Mario Draghi– que consideran que no hay que dejar ganar a Rusia, pero que tampoco hay que humillarla, pues así no se logrará un orden estable para el futuro, y no se recuperarán las economías aquejadas por la inflación y otros males. Por otra parte, está lo que el intelectual búlgaro Iván Krastev llama el “campo de la justicia”, los que quieren que Rusia pierda, y caiga en una situación que le haga imposible este tipo de agresión y aventurerismo. Creen que el tiempo juega en contra de Putin y su cambiante estrategia. En esta posición están muchos de los países del Este, y, desde luego, el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en cuyas manos está, en principio, pero no en realidad, la capacidad de decisión.
El concepto de humillación, de lo que los buenos toreros tanto saben frente a un astado con trapío, tiene mucho que ver con cómo acabe la guerra. En el proceso, Rusia ya ha sufrido una humillación. Fracasó su Blitzkrieg (guerra relámpago) contra Kyiv, le ha costado avanzar en el Donbás y en otros territorios –aunque ahora lo está haciendo–, y su economía, sus fuerzas armadas y el consumo de los ciudadanos se ven afectados por las sanciones occidentales. Aunque sean eso, occidentales y no del resto del mundo. El Sur Global lo ve como una “guerra lejana”, aunque le afecta (sobre todo por la crisis alimentaria y la inflación que está provocando). El debilitamiento ruso perdurará. Pero lo que ahora importa es cómo acabe la guerra, si es que puede acabar. Y para que acabe se necesita que las dos partes pierdan algo. El despejado y casi centenario Henry Kissinger ha irritado profundamente al gobierno ucraniano al decir ante el Foro de Davos que este tendría que renunciar a una parte de su territorio a cambio de un alto el fuego. Aunque el propio Zelenski en ocasiones ha insinuado que se sentiría satisfecho con el retorno a la situación anterior al 24 de febrero, cuando empezó la invasión rusa. Incluso eso sería difícil de conseguir.
Limitándonos a la diplomacia pública, el presidente francés, Emmanuel Macron, habló en el Parlamento Europeo el pasado 9 de mayo, día de Europa, de “no ceder nunca a la tentación de la humillación ni el espíritu de la venganza”, lo que enfureció a Zelenski, uno de cuyos términos favoritos es el de “realidad”. Macron, que conjuga el corto con el largo plazo, corrigió algo y el 10 de junio se declaró a favor de “la victoria de Ucrania”. Aunque habla de forma regular con Putin, al menos en una ocasión el presidente ruso le tuvo que recordar que quien decide es el presidente de EEUU, no el de Francia. Putin no da señales aún de buscar un alto el fuego ahora que sus fuerzas van ganando terreno. El canciller alemán, Olaf Scholz, que también mantiene una línea con Putin (a veces junto a Macron) está en una postura confusa, al frente de un gobierno con distintas sensibilidades en su seno, pero también defiende la necesidad de un alto el fuego, lo que le resta credibilidad ante sus tradicionales socios nórdicos y otros. El primer ministro italiano, Mario Draghi, ha adelantado un plan en cuatro puntos (alto el fuego y desmilitarización de los frentes, neutralidad garantizada para Ucrania, clarificación bilateral de Crimea y el Donbás, y acuerdo de paz entre la UE y Rusia, con la retirada de Ucrania y paulatina de las sanciones). En todos estos casos, se trata de lograr un alto el fuego y negociar algún tipo de acuerdo. Implicaría, como dijo Kissinger, una cierta pérdida de territorio por parte de Ucrania, en lo que aún no estamos. A los líderes de los tres mayores países de la UE les preocupa la estabilidad del Viejo Continente y la marcha de sus economías. Hay bastante de política interna –de consecución de sus visiones socioeconómicas y geopolíticas– en sus políticas externas. Como siempre.
Mientras, los nórdicos, los bálticos, Polonia y, desde fuera de la UE, el primer ministro británico Boris Johnson, están entre los más belicosos, más incluso de lo que desearía Washington. Es decir, hay una división en Europa, que, pese a los acuerdos sobre sanciones contra Rusia, se puede acrecentar si la guerra dura. Recuerda un poco aquella división a la que hizo alusión el entonces secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, entre la “vieja” y la “nueva” Europa ante la ilegal e irresponsable invasión norteamericana de Irak, aunque en este caso la Hungría de Orbán, muy dependiente de la energía rusa, antieuropea e iliberal, se sitúa más bien en la primera, o intenta imponer una línea a su aire. España hace de equilibrista, para que la próxima cumbre de la OTAN en Madrid le salga bien, en general y en su visión del Sur, un Sur que se le complica.
En EEUU, hay de todo. Cabe recordar, que el secretario de Defensa Lloyd Austin había afirmado: “Queremos ver a Rusia debilitada hasta el grado en que no pueda hacer el tipo de cosas que ha hecho al invadir Ucrania”. Pero aunque luego le rectificaron y rectificó, en la actual Administración de EEUU empieza a dominar abiertamente la idea de lograr una “derrota estratégica”, o al menos un “fracaso estratégico”, de Rusia en Ucrania, aunque no haya una definición oficial de en qué consiste esto, que no llegaría más allá de las fronteras que se establecieron en 2014 con la anexión de Crimea y la ocupación de una parte del Donbás. A tal resultado contribuiría la nueva ayuda económica y militar decidida en Washington, que deja corta a la europea. Para EEUU se trata de provocar un fracaso estratégico en sí y por debilitar el eslabón con China, país cuyo crecimiento en poderío de todo tipo realmente preocupa a Washington. Hay, sin embargo, un límite frente a Rusia: que no haya enfrentamiento directo entre la OTAN y Rusia, ni escalada militar al terreno químico o nuclear.
Estas divisiones o contradicciones entre aliados se harán crecientemente evidentes y difíciles de gestionar en el seno de la UE y la OTAN, si la guerra sigue. Conjugar a la vez estar en el campo del realismo y en el de justicia no es fácil, y menos aún conseguir un alto el fuego o un fin de la guerra que resulte duradero. Si la guerra terminara, más o menos en la situación actual, no sería una gran victoria para Putin, pero tampoco una gran humillación. La humillación podría venir luego con su papel y el de Rusia en el nuevo orden europeo, y la suerte de las sanciones. Y cuidado con la OTAN. Putin, con su invasión de Ucrania, ha rescatado a la Alianza Atlántica de su propia humillación derivada de la precipitada salida de Afganistán y le ha insuflado una nueva vida. La cuestión ahora no es hasta cuándo, sino ¿hasta dónde? ¿La respuesta en la cumbre de Madrid dentro de dos semanas?
Imagen: Semáforo en rojo en una calle de Moscú (Rusia). Foto: Alexander Popov (@5tep5).