Esta guerra es entre Rusia y Ucrania. Pero es también un conflicto entre Rusia y Occidente o, si se prefiere, el eje del Atlántico Norte-Pacífico (en este último entran Australia, Nueva Zelanda, Japón y Corea del Sur), el de la coalición anti-Putin; mas el resto del mundo, con algunos actores globales y regionales, no asiste como mero espectador, sino que está utilizando la situación para avanzar sus propias políticas exteriores y de seguridad y sus revisiones y reivindicaciones históricas, en general más nacionalistas, a veces con ansias mediadoras, otras con visiones antioccidentales, o contra sus antiguas potencias colonizadoras o contra las veleidades imperiales de unos u otros. Una actitud que precedía a esta situación en un mundo ya previamente marcado por la desoccidentalización (aunque Occidente ha demostrado tener músculo para presionar sobre Rusia, a un coste para sí mismo). Son tendencias que se pueden ver reforzadas si las consecuencias económicas de la guerra ahondan sus problemas, especialmente con el aumento de precios de los alimentos, en particular el pan (¿revueltas del pan de nuevo en el norte de África?). El “resto” no ha asumido en general las sanciones económicas y financieras contra Rusia (Taiwán sí). Algunas le preocupan especialmente por el precedente que suponen: las que se refieren a los depósitos de los bancos centrales nacionales en los occidentales y las limitaciones a las transacciones financieras.
No estamos ante una mera vuelta atrás. Esta guerra ha puesto de relieve que estamos en otro mundo, y no sólo por Putin y su guerra, sino por tendencias que venían de antes y se han acentuado. “El viejo orden se está desintegrando rápidamente”, ha escrito Zheng Yongnian, decano de la Universidad China de Hong Kong (Shenzhen), citado en The New York Times, “y los países rebosan de ambición, como tigres que miran a su presa, deseosos de encontrar cualquier oportunidad entre las ruinas del viejo orden”.
Asamblea General: no todo es como parece
Fue un triunfo diplomático para la UE, EEUU y la propia Ucrania que 141 países –de 193– apoyaran el pasado 2 de marzo en la Asamblea General de la ONU la Resolución que condenó, sin consecuencias, la invasión rusa. Pero en términos de lo que representan los 35 que se abstuvieron, los 12 que no participaron o (los que menos, cinco) que votaron en contra, hay que contar casi la mitad de la población mundial: China, la India, Pakistán, Sudáfrica y Argelia (Marruecos se ausentó), entre otros.
China, el principal país que se abstuvo tanto en la Asamblea General como anteriormente, pese a su derecho de veto, en el Consejo de Seguridad, está una situación que le puede situar en una posición clave, si no de mediación al menos de ayuda a Rusia para salir del atolladero, con lo que ganaría en influencia e imagen. Siempre que no se apoye militarmente a Rusia, pues en ese caso la de Ucrania se convertiría entonces en la primera guerra proxy (indirecta) en la actual rivalidad entre EEUU y China. Aunque esta asume parte del argumentario ruso, y usa los términos de la propaganda del Kremlin para definir lo que no considera una invasión, defender a la vez las preocupaciones de seguridad de Rusia y el principio de la integridad territorial, no está en una alianza sino en una “asociación estratégica” con Rusia. Está en contra de las sanciones, que quiere evitar que la salpiquen. Puede ser una tabla de salvamento ante estas para Rusia. Probablemente busque, sin renunciar a sus principios, aprovechar para mejorar su posición general, e incluso sus relaciones con EEUU, que estaban en un punto muy bajo. China piensa que, según cómo, puede ser uno de los grandes ganadores de esta crisis. La posición que vaya adoptando China va a ser determinante para el orden que salga de esta guerra.
La India, el segundo país más poblado del mundo, depende de la compra de grano y armas a Rusia. Dos terceras partes del armamento indio es de origen ruso, pero compra muy poco gas y petróleo a Rusia. La India es también el principal destino de exportación de Ucrania en Asia-Pacífico y, a su vez, un cliente de la empresa Antonov de Kyiv para obtener repuestos para su considerable flota de aviones de transporte militar. Busca también un acuerdo rupia-rublo para evitar el efecto de las sanciones ligadas al dólar y al euro. La India, un país nacionalista con política exterior y de seguridad muy propia, necesita preservar su equidistancia y su margen de maniobra: la Realpolitik, frente a la moral, cuando, además, su standing como democracia liberal ha bajado en los baremos habituales. Washington no ha chistado sino que ha reconocido que Delhi tiene una relación con Moscú que es “distinta de la relación que tenemos con Rusia”.
Un país como Turquía, que votó a favor, y que vende drones a Kyiv pero no entrega armas a Ucrania, busca ganar peso regional, sobre todo si Rusia logra un dominio en el acceso al Mar Negro. Quiere, con una posición bastante neutral o incluso de posible mediador, pese a ser un país de la OTAN, evitar verse arrastrada accidentalmente a una guerra no deseada. Estos días, en base a la Convención de Montreux, ha cerrado el tránsito de naves militares por los Dardanelos.
Incluso algún apestado en EEUU, como la Venezuela de Maduro, está encontrando cierta salvación en las sanciones en hidrocarburos contra Rusia, que le dan un nuevo papel a Caracas. La visión de Washington de algunos autócratas puede estar cambiando.
No es una cuestión de un resurgimiento de los no alineados, como durante la Guerra Fría. Muchos ven este conflicto armado como una cuestión de Rusia y el primer mundo, mientras surgen reivindicaciones del Tercer Mundo, por ejemplo, oficiosamente, de Marruecos, pero también es la posición clásica sudafricana. “El campo del bien se comporta como si su escudo de valores le autorizara todos los abusos”, señala el marroquí Réda Dalil en un reciente editorial en TelQuel. Marruecos ya ha ganado algo (que empezó con Trump) en esta coyuntura: mayor apoyo a su posición sobre el Sáhara Occidental, ahora también, y muy significativamente, por parte de España.
Aceleración de la reconfiguración
Es decir, se está acelerando la reconfiguración, que viene de antes, de un mundo en el que Rusia y China medran por separado en muchos escenarios, para empezar africanos. Un mundo ya no dominado por Occidente, y con crecientes macro y micro polarizaciones, externas e internas, en las que lo militar cobra aún mayor importancia de la que ya tenía. Tampoco se trata de un choque de civilizaciones, como en el fondo, Putin querría, aunque cuidado a este respecto. Como señala el filósofo de la política británico John Gray, “el orden liberal está muerto y enterrado. Una lucha prolongada en Ucrania no necesariamente redundaría en beneficio de Occidente”. Aunque, como ha escrito Samuel Goldman, puede que “el orden mundial haya desaparecido, pero Occidente perdura”, ganando en coherencia, pero perdiendo peso global. Para Gray, tras considerar que “Putin es el rostro de un mundo que la mente occidental contemporánea no comprende”, “hay que abandonar el sueño enervante de un orden liberal global y revertir el desarme imprudente de las últimas décadas. Sólo entonces estaremos preparados para lo que traiga la guerra de Putin”.
En esta situación, la gobernanza global brilla por su ausencia y se vuelve cada vez más difícil. El Consejo de Seguridad de la ONU está maniatado por el veto ruso y las resoluciones de la Asamblea General no implican obligatoriedad. Su secretario general, António Guterres, decepciona como elemento de referencia política y moral, no sólo en esta crisis, sino a lo largo de sus mandatos. La ONU está varada. El G20, donde se sienta Rusia, está paralizado, incluso en los temas económicos. Estamos en mundo más inestable, más armado, con más actores deseosos de fijar su impronta. En suma, un mundo más peligroso.
Imagen: Barrio de Kyiv en Ucrania. Foto: Алесь Усцінаў.