Las democracias están, en general, atravesando desde hace años trances complicados, y el mejor ejemplo es el intento de Donald Trump de haberse perpetuado en la Casa Blanca pese a haber perdido las elecciones frente a Joe Biden. La insurrección con el brutal asalto al Capitolio por huestes alentadas por el propio Trump ha supuesto una conmoción no sólo en EEUU sino también en Europa. El intento por Trump de que el Congreso, tras jueces y parlamentos de varios estados intentaran frustrar la ratificación de la elección de Biden, ha fracasado. Las instituciones han funcionado, pero una parte importante de los electores de Trump siguen pensando, con su líder, que las elecciones han sido un fraude. En estas circunstancias, la idea de una Cumbre Internacional para la Democracia cobrará aún más fuerza, aunque no necesariamente efectividad.
Una Cumbre para la Democracia es uno de los proyectos predilectos para los primeros meses de mandato de Biden. Lo planteó ya en 2018, como ciudadano de a pie, y luego en su campaña. Lo que ha ocurrido en EEUU le añade importancia, pero a la vez le resta credibilidad. Su objetivo es, según un artículo que escribió el hoy presidente electo para describir su posible política exterior, “renovar el espíritu y el propósito compartido de las naciones del mundo libre”. Es una manera de competir ideológicamente con China y con Rusia, y de reforzar la influencia occidental democrática en la gobernanza de las instituciones internacionales. Xi Jinping contrarresta hablando, por su parte, de una “Comunidad de destino común para la humanidad”. Sobre el papel, la iniciativa de Biden puede resultar atractiva, pero plantea cuestiones abiertas y no resolverá muchos de los problemas, para los cuales se requiere el concurso de países no democráticos.
Una cuestión delicada sería a quién invitar, o no, a esa Cumbre, en principio para la Democracia, no de democracias (liberales). Pues algunos se sienten demócratas porque ganan elecciones, pero luego gobiernan como autócratas, como Erdoğan en Turquía, o el caso más complicado para EEUU, de Modi en una India que pertenece a los BRICS, por no hablar del comportamiento del propio Trump y una parte importante de los trumpistas. Habrá un precio, un compromiso, para ser invitado a esta cumbre o a este nuevo club. Pues algunos –parece que la idea viene de Londres, en su intento de buscarse un lugar global tras el Brexit– hablan de crear un Grupo de los Diez, un G10 o D10, de democracias, que sería el G7 (EEUU, Canadá, Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido y Japón), más la India, Corea del Sur y Australia. Sin africanos, sin latinoamericanos, ¿sin España? Otros hablan de un D20 o más. No toda la UE, pues en su seno hay democracias “iliberales” como Hungría y Polonia. No parece congruente el proyecto con el hecho de que Macron le haya impuesto al dictador egipcio Al-Sisi la Legión de Honor francesa. O que la UE haya firmado con China un acuerdo sobre inversiones el mismo año en que Pekín retiraba las libertades limitadas que le quedaban a Hong Kong. Lo que pone de relieve contradicciones entre valores e intereses, incluida la creciente capacidad de autonomía estratégica europea, que tiene que tener una dimensión de defensa y renovación de la democracia.
De hecho, cuando era secretaria de Estado, Madeleine Albright cen la era del mundo unipolar en que calificó a EEUU de “potencia indispensable”– lanzó una Comunidad de Democracias que sigue existiendo, pero no ha tenido mucho recorrido. A menudo se cita a la OTAN como ejemplo de organización de democracias, olvidándose que tuvo en su seno a la Grecia de los coroneles y a la dictadura turca, y hoy a varios sospechosos, ya citados. Francia y Alemania lanzaron en 2019 algo diferente, una informal Alianza por el Multilateralismo, en la que está España. Todos estos proyectos podrían llegar a solaparse, aunque en este último hay regímenes iliberales, como Singapur.
Claro que, como apuntan tantas encuestas, rankings y análisis, la democracia está atravesando tiempos de retroceso y falta de apoyo en muchos países democráticos. Quizá la iniciativa de Biden serviría para reforzar la idea de la democracia, para empezar, en los propios EEUU, donde el sistema, como decimos, ha funcionado, pero ha puesto de relieve grandes fallos y peligros. Aunque se busquen apoyos externos, defender, reparar y mejorar la democracia empieza por la casa propia. Parte de unir, o volver a unir, reacoplar, la política y la economía con la equidad social, con la lucha contra una desigualdad que se ha agravado por doquier, y a la que han de responder los sistemas democráticos so pena de sucumbir, como pudo haber ocurrido con Trump. La democracia tiene que competir en materia de cohesión social y resolución de problemas, entre los que se incluyen la superación de la polarización y los discursos del odio, que se han ido agravando, no sólo en EEUU.
También la salud democrática tiene que afrontar el reto de la desinformación, sobre todo en períodos electorales. Se ha empezado a plantear por parte de algunos gobiernos, nacionales, locales o regionales –en EE UU, Francia, la UE, o Indonesia entre otros–, la necesidad de que los grandes operadores de redes sociales (como Facebook, Twitter o Google) se responsabilicen de la desinformación que circula en sus plataformas, aunque la desinformación no circula solo por esas vías, y EEUU ha tenido estos años en su propio presidente al Gran Desinformador. Que Trump haya sido temporalmente expulsado de Twitter, Facebook y Instagram a raíz de los sucesos del Capitolio es insuficiente. Sus mensajes han seguido pasando.
En la actualidad, la defensa de la democracia está íntimamente ligada a la tecnología que sirve, desde gobiernos o empresas, para controlar a los ciudadanos. Francis Fukuyama y otros se plantean “cómo salvar a la democracia de la tecnología” (van también contra las Big Techs estadounidenses). Es una preocupación muy presente en los planteamientos de la Comisión Europea. Una Alianza de Democracias puede llegar a ser en realidad una alianza más contra las tecno-autocracias y más específicamente contra la tecnología china, que es lo que está en la base de la actual competencia geopolítica. The Economist, en línea con algunos think-tanks, sugiere la creación de una “alianza de tecnología”, no basada en ningún tratado. El D10, para Londres, también sería una alianza para comunicaciones 5G sin equipamiento esencial chino.
La idea de Biden serviría también a las democracias liberales para darse una perspectiva más global, como tiene China con su proyecto de Nueva Ruta de la Seda o Iniciativa de la Franja y la Ruta (Belt and Road Initiave), algo que planteaba junto al analista Robert Kagan, Tony Blinken, el que va a ser el secretario de Estado de Biden. Más hay que ganar credibilidad interna para que la democracia la gane fuera.
Hay problemas del mundo como ahora la universalización de las vacunas contra el COVID-19, el cambio climático, Oriente Medio, un nuevo acuerdo nuclear con Irán, otro con Corea del Norte, por citar unos cuantos, que requieren la contribución activa de China, de Rusia y de otras autocracias. Las democracias tendrán que cooperar con dictaduras y regímenes iliberales. También para evitar que la Organización de las Naciones Unidas, que a todos debe interesar, caiga en la irrelevancia. Pero la iniciativa resultará positiva si logra lanzar un debate, en plena crisis sanitaria, económica y social, sobre cómo renovar y ampliar las democracias, y subsanar faltas de reformas, incluidas algunas constitucionales que se están haciendo esperar demasiado. Para ello se necesitará algo más que una cumbre.