En mitad de los vaivenes que definen el comportamiento de muchos actores en la escena internacional, Israel destaca como uno de los más constantes en la persecución de su objetivo principal: el dominio total de la Palestina histórica. Un objetivo que está inscrito en el ADN del movimiento sionista y que Benjamin Netanyahu –convertido ya en el primer ministro más longevo desde el arranque del Estado en 1948– y el extremista gabinete ministerial que lidera desde el pasado diciembre quieren llevar a sus últimas consecuencias.
Cuentan para ello con no pocas ventajas. En primer lugar, disfrutan de una imponente superioridad de fuerzas en relación con la que pueden oponer los palestinos que llevan sufriendo la anexión y la ocupación del territorio que la ONU les concedía en 1947 en su Plan de Partición. Israel es, con mucha diferencia, la principal potencia militar de la región, tal como ha quedado de manifiesto a lo largo de seis guerras, con el añadido de una muy competitiva industria de defensa, una economía y una sociedad militarizada, que le permite alimentar su esfuerzo bélico sin desmayo, y unos servicios de inteligencia muy rodados. A eso se añade el apoyo inequívoco de Washington, tanto en ayuda económica y militar como en respaldo político y diplomático, presto a bloquear en el Consejo de Seguridad de la ONU cualquier intento de castigar los incumplimientos israelíes de las distintas resoluciones aprobadas en su seno o la realización de actos que quebrantan el derecho internacional y que no se permiten a otros miembros de la comunidad internacional.
Por si fuera poco, hace ya tiempo que tanto los países miembros de la Unión Europea (UE) como los países árabes han demostrado su falta de voluntad para apostar no ya por los palestinos sino tan solo por el cumplimiento de las más básicas normas del derecho internacional, por mucho que los primeros digan estar comprometidos con un sistema internacional basado en reglas y los segundos sostengan que están decididos a defender la causa palestina hasta el fin. En la práctica, los Veintisiete –a pesar de ser la UE el primer socio comercial de Israel y el primer donante a los palestinos– resultan políticamente inoperantes en la búsqueda de una solución al conflicto, mientras que ninguno de ellos se atreve a reconocer a Palestina como Estado o a hacer sentir a Israel que no todo vale. En cuanto a los gobiernos árabes, basta con recordar el proceso de normalización de relaciones con Tel Aviv, iniciada en su día por Egipto y Jordania y reforzada en el marco de los llamados Acuerdos de Abraham (que ya implican a Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos y Sudán, mientras Arabia Saudí y otros se acercan a ese punto) para entender que tampoco cabe esperar nada de los miembros de la Liga Árabe.
Y como resultado de todo ello Netanyahu y los suyos saben que cuentan con un amplio margen de maniobra para seguir adelante con una estrategia de hechos consumados, en la que son ellos mismos quienes deciden el ritmo y los límites de su ambición.
Es en ese contexto en el que hay que entender que, al igual que la violencia de algunos grupos palestinos no beneficia a su causa, ni las ya rutinarias operaciones de castigo ni los pogromos ejecutados por exaltados grupos de colonos contra civiles palestinos en estos últimos días son explosiones violentas de unos iluminados mesiánicos. Por el contrario, son el complemento obvio de una política gubernamental dispuesta a acelerar el proceso de dominación o, lo que es lo mismo, de aniquilación de toda esperanza para los palestinos. Unos palestinos que se mueven entre la aceptación pasiva de tantas desgracias acumuladas –incluyendo la de una Autoridad Palestina disfuncional e impotente–, la huida –tratando de buscar una alternativa vital en otros países– y la violencia contra el ocupante –reconocida en el derecho internacional como resistencia armada pero totalmente incapaz de modificar la tendencia dominante–.
Y así, sumidos en una ceguera que se alimenta de una incesante espiral de violencia recíproca, el gobierno israelí aprovecha también para seguir ampliando los ilegales asentamientos en Cisjordania –ahora con un ministro de finanzas tan notoriamente antipalestino como Bezalel Smotrich al frente–, sin que las protestas de una parte de la sociedad israelí no anestesiada tengan fuerza suficiente para detener una deriva tan inquietante. Inquietante, obviamente, para los palestinos que la sufren muy directamente; pero también para los israelíes que sigan creyendo que su sueño político no puede estar basado en la negación del de sus vecinos y en contravenir los presupuestos básicos de su propia religión y cultura, además de los que se recogen en el cuerpo doctrinal del derecho internacional.