No es, desde luego, el único caso, pero la generalizada desatención a lo que está ocurriendo ahora mismo en la provincia siria de Idlib resulta llamativa desde cualquier punto de vista. La ONU, por boca de su Secretario General, se desgañita pidiendo un cese de hostilidades que nadie va a atender. Por su parte, Rusia muestra cada vez más abiertamente su control del proceso, tanto en el ámbito político/diplomático como en el militar; mientras Turquía trata de aparentar una fuerza que en realidad no tiene, acomodándose progresivamente a los dictados de Moscú. Entretanto, Bashar al-Assad sigue adelante con la ofensiva militar en su intento por recuperar el control territorial en esa provincia, sin disimulo alguno sobre su desprecio por la suerte de una población civil que sufre más que nadie la violencia de todos contra todos.
Siria es hoy uno de los más claros ejemplos de la más rancia realpolitik, sin espacio alguno para los valores o principios que, cada vez de manera menos convincente, se siguen proclamando como bases fundamentales de un orden internacional que hace aguas por demasiados sitios. En los ya nueve años de conflicto ha quedado meridianamente probado que se puede atacar y masacrar civiles sin tener que pagar por ello y, por si no bastaran los centenares de miles de víctimas contabilizadas hasta hoy, la actual ofensiva ya ha provocado al menos 505.000 nuevos desplazados forzosos (de ellos unos 300.000 son niños, según UNICEF), desde el pasado 1 de diciembre. También lo es que se pueden emplear armas de destrucción masiva (químicas), el asedio por hambre, bombas racimo o barriles explosivos sin más problema que recibir una tan altisonante como vacía reprimenda formal. Y, por supuesto, se puede asimismo violar tanto el derecho internacional como las reglas de la guerra y cualquier acuerdo puntual logrado entre los actores implicados, en un constante ejercicio de injerencia interna en el que tanto potencias regionales como globales se han podido mover a sus anchas.
Lo que ahora ocurre en Idlib –una provincia del noroeste sirio donde se agolpan no menos de 3 millones de personas (la mitad desplazadas de otras provincias), y en la que confluyen muchos grupos violentos que han acabado allí enclaustrados como resultado de su derrota en otras partes de Siria– no es, sin embargo, el último capítulo de la guerra. Las fuerzas gubernamentales, con el decidido apoyo aéreo ruso, acaban de tomar la ciudad de Maarat al Numan –en manos de los rebeldes desde 2012– y se aprestan a seguir su avance hacia Saraqeb –donde se cruzan las muy importantes autopistas M-4 y M-5.
Eso significa, por un lado, que el grupo yihadista Hayat Tahrir al-Sham –que llegó a controlar un 90% de la provincia– está en horas tan bajas que, aunque puede seguir matando, ha dejado de ser un actor de peso. Por otro, la toma de la segunda ciudad de Idlib significa para Turquía un revés considerable, al perder uno más de los doce puestos de observación (y ya van tres) que mantenía en la provincia desde el acuerdo de Sochi (septiembre de 2018) para establecer, en unión con Moscú, cuatro zonas de desescalada. Ankara no ha tenido más remedio que olvidarse de su objetivo original –un cambio de régimen en Damasco, que facilitara la emergencia de un gobierno suní, sensible a sus mensajes– para centrarse sobre todo en evitar que su frontera con Siria pase a estar controlada por las milicias kurdas (las mismas que Washington apoyó inicialmente y luego abandonó) y, cada vez más, en frenar la nueva oleada de refugiados cuando ya alberga más de 3,7 millones de sirios en su suelo.
Y, por encima de todos, Moscú, manejando con una clara superioridad los hilos de un conflicto que, en todo caso, no domina a sus anchas, pero en el que lleva la voz cantante desde hace tanto tiempo como el que ha empleado Washington en desentenderse de lo que allí ocurre y en dilapidar buena parte de su credibilidad como aliado fiable. Fue Vladimir Putin quien –con su directa implicación militar a partir del verano de 2015 y su protagonismo diplomático, con Irán y Turquía a su lado en el llamado proceso de Astaná– ha logrado asentar a Al-Assad como un mal menor ya aceptado por casi todos y convertirse en el actor de referencia en cualquier búsqueda de solución al conflicto. Fue también Putin quien decretó el cese de hostilidades de principios de enero pasado, por un periodo de quince días, que tan solo sirvió para que el régimen sirio tomará un nuevo impulso a partir del día 24 que le permitido controlar ya más veinte localidades en apenas cuatro días de combates (con un saldo de más de 200 muertos en cada bando).
Ese protagonismo ruso está creando lógicamente problemas a una Turquía, que amenaza con volver a lanzar una ofensiva, aunque su mayor implicación en Libia le resta capacidades para tareas de lata exigencia. En el fondo Ankara sabe que ni sus puestos de observación militar han sido eficaces, ni ha logrado cumplir su parte del acuerdo con Moscú, de separar a los yihadistas de los grupos moderados para facilitar una salida menos traumática a la provincia. Y por eso, junto a los significativos intereses energéticos y comerciales que lo unen a Rusia, Turquía procurará acomodarse sin remedio a la ofensiva que Damasco ha lanzado.