En el contexto de un panorama palestino cada vez más deprimente –sin que la entrevista del pasado día 3 entre Mahmud Abbas y Donald Trump haya hecho nada por mejorarlo– Hamás ha concentrado momentáneamente la atención mediática con dos gestos de indudable impacto: la aprobación de su nueva carta doctrinal y el relevo en su liderazgo.
Por un lado, Jaled Meshal presentó el 1 de mayo en Doha la nueva carta magna del Movimiento de Resistencia Islámica, actualizando la original de 1988. Con la aprobación del Documento de Principios Generales y Políticos Hamás da por finalizado un complicado proceso de cuatro años en el que sus representantes de Gaza, Cisjordania, las prisiones y la diáspora han logrado finalmente aunar posiciones. En sus 11 capítulos y 42 artículos queda de manifiesto su irrenunciable defensa de la resistencia contra la ocupación. Pero lo que más destaca es su afán por presentar una cara más amable, pensando no solo en la comunidad internacional sino también en sus potenciales votantes palestinos.
Así se entiende que finalmente acepte el papel central de la OLP como representante del pueblo palestino, las fronteras de 1967 como propias de un Estado palestino (aunque eso no suponga reconocer explícitamente a Israel) y su independencia de cualquier otra formación (procurando tomar distancias con los Hermanos Musulmanes egipcios). Sin caer en el error de pensar que, por sí solo, este documento vaya a cambiar drásticamente sus posiciones, es evidente que Hamás ha hecho un ejercicio relevante, tanto por su visible pragmatismo como por la previsible moderación que ahora tratará de imprimir a sus acciones.
Por otro lado, y como resultado de esa necesidad, Jaled Meshal se acaba de convertir el primer líder de Hamás que deja el cargo, no por eliminación o fallecimiento sino por decisión interna de la organización. En un primer paso ya era sabido que Ismail Haniyah abandonaba el liderazgo de la organización en Gaza, traspasando la carga al más duro Yahya Sinwar, figura destacada de su brazo armado. Pero lo que resultaba desconocido hasta este pasado fin de semana era que, como culminación de un proceso electoral interno, el propio Haniyah se convierte a partir de ahora en la cabeza visible de su Oficina Política, sustituyendo al propio Meshal, que ya había anunciado su intención de pasar el testigo. Conocido por su pragmatismo y su austeridad (vive en el campo de refugiados de Shati donde nació), Abu al Abid (como también es conocido) se enfrenta a una compleja tarea.
A fin de cuentas, Hamás es bien consciente de la necesidad de modificar sus planteamientos y sus acciones, tanto en lo que respecta a Gaza, como en lo que afecta a su competencia con Fatah por el liderazgo de la causa palestina y a sus relaciones con la comunidad internacional. Al asedio que ejerce Israel desde 2007 sobre Gaza –convertida en la mayor prisión del planeta, donde malviven 1,8 millones de personas– se acaba de añadir ahora la decisión de la Autoridad Palestina (AP) de dejar de pagar, desde el pasado 27 de abril, la electricidad que Israel suministra a la Franja y de recortar en un 30% los salarios de los trabajadores públicos que, como el resto de los que cobran de la AP, viven en última instancia de unos donantes internacionales cada vez más cicateros.
En esas condiciones, y ante la falta de recursos propios para mejorar las condiciones de vida de la población sometida a su dictado, Hamás no parece tener más remedio que entenderse con El Cairo (a pesar del antiislamismo de Al Sisi, a ambos les une el intento de frenar la amenaza de Daesh en el Sinaí y en la propia Franja) y buscar nuevos socios en la comunidad internacional. Corre además el riesgo de verse castigado electoramente –lo que explica asimismo su decisión de bloquear la celebración en Gaza de las elecciones locales convocadas para el próximo día 13– y quedar señalado como el culpable de todos los males que sufre la población del Territorio Ocupado Palestino.
Es cierto que Abbas tiene un escaso margen de maniobra y que también puede ser duramente castigado en las citadas elecciones locales, mientras se enfrenta a un desafío interno liderado por Marwan Barghouti (impulsor de una huelga de hambre que están siguiendo desde hace un par de semanas unos 1.800 prisioneros palestinos, de los 6.177 recluidos en cárceles israelíes). Tampoco parece en condiciones de resistir la presión exterior para volver a la mesa de negociaciones, pero aspira a hacerlo al menos con cierta pátina de autoridad. Eso explica su presión sobre Hamás –aunque su decisión suponga un castigo añadido para los gazatíes–, su búsqueda de apoyos en El Cairo y Amán (con visitas previas a su viaje a Washington) y sus mensajes a Qatar y Turquía para que convenzan a Hamás de la necesidad de negociar con Fatah.
Benjamin Netanyahu, entretanto, puede observar el panorama con tranquilidad. Por un lado, sabe que cuenta con el apoyo y simpatías de Trump, lo que le garantiza que sigue disponiendo de un amplio margen de maniobra en su gestión de la ocupación. Por otro, sabe igualmente que el representante designado por la Casa Blanca, Jason Greenblatt, ya se ha encargado de presentar a Abbas y al resto de sus interlocutores en la región unos parámetros de partida muy escorados a favor de Tel Aviv. Así cualquiera.