Lawrence Freedman, un acreditado historiador militar británico, ha publicado recientemente The Future of War, un libro escrito por un analista de los que no creen que el futuro se puede predecir por medio de estadísticas comparadas, y que la historia sea una especie de oráculo que para fotografiar los acontecimientos venideros.
En Freedman se unen erudición y sencillez. Por ejemplo, la sencillez expositiva le lleva a afirmar que las guerras suceden porque quienes las empiezan, están convencidos de que pueden ganarlas. Quizás esto estaba más justificado en los tiempos de predominio de las guerras interestatales, aunque incluso en la época de Napoleón, el hombre que apostaba por las batallas decisivas, las posibilidades de una victoria indiscutible comenzaban a eclipsarse. Ganar una guerra es todavía una tarea más compleja en nuestros días, en que las clásicas batallas han sido sustituidas por la violencia endémica e instrumentalizada y el grado de complejidad de los conflictos ha aumentado con las “guerras híbridas”. Por lo demás, los teóricos de la historia militar se encontraron en los dos últimos siglos con la proliferación de una determinada categoría de conflicto: las guerras civiles, uno de cuyos rasgos esenciales suele consistir en el desprecio de las reglas por parte de los combatientes.
En la primera parte de su libro, que abarca desde mediados del siglo XIX al final de la Guerra Fría, Freedman subraya que, previamente a la Gran Guerra, hay quien creía que las guerras serían cortas y rápidas. Probablemente se dejaron llevar por el espejismo de la batalla de Sedan, en la guerra franco-prusiana de 1870, uno de los hitos de la estrategia de Otto von Bismarck, aunque no tenían en cuenta los propósitos, largos y continuados, de revancha de los franceses. En cambio, el banquero judío-polaco Ivan Bloch predecía en 1898 que la próxima guerra sería una guerra de trincheras, sin cargas de caballería ni batallas decisivas, y en ella serían igual de mortíferos el hambre, la crisis económica y la quiebra de las estructuras sociales. Luego estaba quien opinaba como Norman Angell, periodista y escritor británico, galardonado con el Nobel de la Paz en 1933, que las guerras no tendrían lugar por los perjuicios económicos mutuos que se causarían las grandes potencias en aquella época de la primera globalización. La gran ilusión, título de la obra en que defendía esta tesis, demostró ser la suya. La racionalidad no es algo que caracterice precisamente a aquellos que están infectados por los nacionalismos radicales, la nueva religión según el propio Angell. Pero menos racional fue la hipótesis de que aquella guerra, por los efectos devastadores de las nuevas armas, sería el último de todos los conflictos. Una interesante observación del autor: la crueldad en la represión de las revueltas coloniales, a las que no se aplicaba la normativa de las Conferencias de Paz de La Haya, debería de haber hecho pensar que estos métodos expeditivos no se escatimarían en una Europa en guerra.
En la Segunda Guerra Mundial se fraguó también la ilusión de que estaba destinado a ser el vencedor el país que golpeara primero, por sorpresa y de forma contundente, pero el desenlace de los conflictos iniciados con Pearl Harbor y la invasión de la URSS demostró que esto era un error con unas trágicas consecuencias nunca vistas hasta el momento. Durante la Guerra Fría, en pleno auge del terror nuclear, hubo quien siguió creyendo en la eficacia del primer golpe como única forma de ganar, pero afortunadamente para la humanidad, nadie lo llevó a la práctica. Posteriormente, la distensión, de la mano del proceso de Helsinki, contribuyó a resquebrajar el bloque soviético, y la exhibición de la defensa de los derechos humanos, preconizada de distinta manera por Jimmy Carter y Ronald Reagan, influyó en los cambios geopolíticos sobrevenidos. Con todo, algunos se dejaron de llevar por un optimismo infundado y Freedman rememora los acertados puntos de vista de quienes cuestionaban que la democratización de la URSS, o de Rusia, clausuraba su rivalidad con EEUU.
En la segunda parte del libro recordamos que la posguerra fría arrancó con el espejismo del fin de la historia, pero se diría que desde entonces también se pretendió arrinconar la historia desde los estudios sobre los conflictos con el uso de metodologías sofisticadas que presumían de un meticuloso análisis de los datos. Fueron años en que se insistía en un concepto kantiano de la paz, en el que las democracias no van a la guerra unas contra otras, pero, como bien señala nuestro autor, esto no implica que sean más pacíficas, y otro error fue considerar que la paz existente en Europa occidental desde 1945 podía ser transpuesta a otros lugares del planeta. Fue un período en el que se demostró que la paz entre los Estados no significa la paz dentro de los Estados. Proliferaron las guerras civiles, que ya no resolvían en batallas, y menos aún en victorias, y que, en no pocas ocasiones, eran sostenidas por organizaciones criminales. También se caracterizó esta época por la quiebra del principio de no intervención, consagrado en la Carta de una ONU que nunca fue concebida, por cierto, como una asamblea de las democracias. Sin embargo, esta oleada intervencionista, aplaudida en Kuwait o en Bosnia Herzegovina, cayó en el más absoluto desprestigio, lo que afectó también a su utilidad y eficacia, con las intervenciones en Afganistán, Irak o Libia. Entramos así en la fase de las guerras asimétricas, en la lucha contra una insurgencia a la que le interesaba más la conquista del tiempo que de los territorios, y la extrema crueldad, practicada por insurgentes y contrainsurgentes, solo contribuyó a agravar unos conflictos sin salida.
La tercera parte de The Future of War aborda, en primer lugar, las guerras híbridas, en la que desaparecen los límites entre el militar y el guerrillero, tal y como demostró Hezbolá en su guerra con Israel, y en las que los estados patrocinadores de la insurgencia aspiran a prevalecer evitando un choque frontal. Freedman pasa revista además a la ciberguerra, si bien se muestra escéptico de que la informática pueda servir para ganar definitivamente una guerra, por mucho que tenga éxito en su labor subversiva. Otro tanto afirma de robots y drones, que, sin duda, contribuyen a debilitar a al enemigo, aunque no a vencerlo. Además, estas acciones “inteligentes” implican el riesgo de afectar a civiles inocentes.
Lawrence Freedman no ha escrito este libro para hacer pronósticos sobre el futuro de las guerras. En la historia humana siempre hace irrupción lo inesperado. La tarea de un analista ha de ser, por tanto, una mezcla de imaginación, observación y escepticismo. Todas las posibilidades han de ser tomadas en serio, aunque sin olvidar, como decía la letra de una canción de un viejo éxito de Hollywood, El mundo está loco, loco, loco, que lo único seguro es que no hay nada seguro.