La reciente cumbre del G-20, con la India (o Bharat) como anfitrión, y antes la de los BRICS, en Sudáfrica, parecerían transmitir la impresión de que se está conformando un nuevo orden internacional sobre bases distintas a las que, tras el final de la II Guerra Mundial, llevaron a Londres y a Washington a diseñar el marco en el que nos movemos desde entonces. Un marco que, fundamentalmente al servicio y beneficio de EEUU y sus aliados occidentales, viene definido en términos políticos y diplomáticos por la ONU, en el terreno económico por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la OCDE y la Organización Mundial del Comercio, y por la OTAN en el campo militar. Un marco cuyos promotores y defensores insisten, con cada vez menor capacidad de convicción, que está basado en normas, valores y principios, cuando se multiplican los ejemplos que muestran abiertamente que su verdadera base es la defensa de intereses y que dichas normas pueden ser obviadas en caso necesario.
Hace ya mucho tiempo que arrastramos la sensación de que ese orden internacional está desajustado y en muchos casos resulta disfuncional para atender a los problemas y retos que nos plantea la globalización. Un orden que idealmente, según pretendió dejar fijado Kofi Annan en 2005, se debe fundamentar en tres pilares: desarrollo, seguridad y derechos humanos; de tal manera que no puede haber desarrollo sin seguridad, ni seguridad sin desarrollo, ni ninguno de los anteriores si no hay un pleno respeto de los derechos humanos para todos. Estamos muy lejos de ese punto y no parece que exista una voluntad política compartida en el seno de la comunidad internacional para reformar esas instituciones, tanto en lo que respecta a sus mandatos y sus procesos de toma de decisiones, como a su representatividad, teniendo en cuenta los cambios registrados en la relación de fuerzas políticas, económicas y militares desde el final de la Guerra Fría.
En consecuencia, el panorama resultante muestra, por un lado, a los principales beneficiarios del actual statu quo, con EEUU y sus aliados occidentales en cabeza, en una posición de resistencia a toda costa, al entender que cualquier cambio supondrá una pérdida de su peso actual y será contrario a sus intereses y privilegios. Por otro, proliferan los intentos de algunos actores emergentes, igualmente movidos por el afán de poder más que por deseos de justicia universal, por abrirse un mayor hueco en los órganos de gobernanza global o, en términos aún más ambiciosos, por crear nuevas instancias paralelas que cuestionan y compiten con las existentes.
En esta línea encajan los esfuerzos de Rusia, China y la India, con el trasfondo de lo que ahora se denomina Sur Global. En el caso de Rusia el resultado cosechado, tanto con la iniciativa nacida en 1991 para poner en marcha la Comunidad de Estados Independientes como con la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, es muy exiguo, mostrando el escaso atractivo que tiene Moscú para sus vecinos y más allá, salvo en la medida en que necesiten sus hidrocarburos o sus armas y mercenarios. Por su parte, China resulta más atractivo para muchos más países y por eso Pekín ha logrado no solamente implicar a decenas de ellos en su macroproyecto de La Franja y la Ruta, sino también establecer nuevas estructuras financieras (como el Nuevo Banco de Desarrollo del BRICS), sin que sea posible todavía determinar si lo hace como palanca para lograr el sitio que entiende que le corresponde en las instancias internacionales ya creadas o como una verdadera alternativa que busca liderar un intento de acelerar la desdolarización y rivalizar directamente con Washington por la hegemonía mundial. También la India parece convencida de que tiene la oportunidad de jugar un papel relevante en esa misma línea y así ha querido mostrarlo en la reciente cumbre del G-20.
Pero a partir de esas apariencias, cabe recordar que los BRICS –que no tienen un tratado fundacional ni estructura institucional ni secretaría permanente ni criterios de admisión– reúne a países que difícilmente van más allá de sentirse incómodos en sus posiciones actuales en el concierto internacional. Además, no parece que exista precisamente mucha sintonía entre Nueva Delhi y Pekín para conformar un polo de referencia mundial que agrupe a ese etéreo Sur Global, cuando en realidad no sólo mantienen una muy tensa relación bilateral (que lleva a la India a identificar a China como su principal amenaza de seguridad), sino que compiten por convertirse en el líder de esa corriente alternativa. Tampoco resulta sencillo imaginar a Moscú como subordinado de Pekín, o a la diversidad de miembros del Sur Global alineándose decididamente con alguna de esas potencias emergentes, cuando calculan que pueden sacar mejor partido si simplemente se dejan querer por todos los que compiten en ese juego de liderazgo.
En definitiva, dado que lo único que actualmente comparten los miembros del BRICS y los miembros del muy heterogéneo Sur Global es su malestar con Washington por muy diferentes razones, no resulta fácil imaginar sobre qué bases pueden establecer una agenda común alternativa.
Y mientras tanto, asistimos al continuo deterioro del orden vigente, sin que la ONU logre salir de la postración a la que la han condenado unos y otros, y sin que los G-7 y G-20 de turno parezcan capaces de tomar el relevo para atender a los desafíos y amenazas existenciales que definen nuestro mundo. Por otro lado, lo que la historia se empeña en enseñarnos es que un nuevo orden internacional sólo nace del colapso del anterior, en una clara muestra de las limitaciones de nuestra capacidad reformista, adelantándonos a dicho colapso, sumando fuerzas para atender a problemas que superan las capacidades de cualquier Estado del planeta. ¿Ocurrirá así nuevamente?